Armó la maravillosa Hungría de los años 50 y fue uno de los grandes entrenadores de la historia. Innovador en el terrero de las tácticas, ideó el sistema que luego usó el Brasil del 70. Mirá el baile que le dio Hungría a Inglaterra en Wembley en 1953.
En el centro de prensa del estadio Soccer City, en Johannesburgo, quedaban pocos periodistas y afines. Apenas se escuchaba el murmullo de los mexicanos que parecían transmitir las 24 horas aunque su seleccionado ya no estuviera en la competición. Al día siguiente, en la final ante Holanda, España se consagraría campeón del mundo.
Y la última charla entre los que quedaban allí, ya en la madrugada sudafricana, tenía que ver con la influencia decisiva o no de Vicente del Bosque, el entrenador de la Roja.
Y el diálogo se trasladó a otros técnicos influyentes de la historia. Desfilaron nombres: Rinus Michels, Giovanni Trapattoni, José Mourinho, Johan Cruyff, Pep Guardiola. Otros mencionaron que la antinomia Menotti-Bilardo definía claramente los dos modos de mirar el fútbol. Entonces, la charla se pareció más a una discusión que luego se interrumpió con un asombro. Dos periodistas húngaros que hasta ese momento sólo escuchaban lanzaron un nombre y un apellido sobre la mesa: "Gusztav Sebes".
Al principio, hubo un silencio. De inmediato, una aclaración: "El de Hungría 54". Al cabo, todo quedó entendido. Y el ida y vuelta continuó un rato más. Y Sebes, quien también ganó la medalla de oro con su equipo en Helsinki 1952, estaba allí, 24 años después de su fallecimiento. Incluso aunque no todos los presentes lo conocían.
Sebes nació en Budapest en la primera década del siglo XX. Hijo de un zapatero, aprendió tres cosas desde muy pequeño: que el fútbol estaba ahí para que él lo abrazara, que nada se conseguía sin esfuerzo y que las victorias colectivas son mejores que las individuales. Eran de arena sus canchas iniciales. Y lo fueron por un largo rato hasta que se transformó en futbolista de Primera.
Se formó en Hungría y jugó en Francia, donde además trabajó como montador en dos empresas automotrices y participó activamente en el ámbito sindical. Luego, ya de regreso, se destacó con la camiseta del MTK, con el que ganó cuatro títulos (tres Ligas y una Copa). No era la estrella que más brillaba en el campo, pero se dio un gusto que había sido el primero de sus deseos en varios de sus cumpleaños: en 1936, jugó un partido para el seleccionado húngaro.
También hubo ambiente de potrero en la concepción de aquella enorme primavera del fútbol húngaro que él condujo, en los años 50. Eva era la hermana menor de Ferenc Puskas, el principal crack. Lo conocía bien y alguna vez contó sobre aquella niñez en la capital húngara: "El tenía un gusto que se daba cada vez que podía: se robaba las medias de nuestra madre y armaba pelotas de trapo para jugar con sus amigos, con los vecinos.
Era un experto en eso. Para él era casi un arte". Como en los tiempos de Sebes, había arena en las partes deshabitadas del barrio. Y ahí jugaban encantados hasta que la oscuridad decidiera el final. István Cserjes -íntimo amigo de Puskas en la niñez y más tarde compañero en el Kispest- expresó en una entrevista a la televisión húngara que, ya como profesional, Ocsi (como le decían a Ferenc) seguía yendo a ese espacio de Budapest en el que estaba naciendo la mejor generación de futbolistas húngaros de toda la historia. El potrero de los húngaros era de arena, como las playas de los cracks brasileños. Sebes conocía ese secreto tan bien guardado. Y lo trasladó al césped.
La presentación en sociedad, en los Juegos Olímpicos de 1952, había sido un lujo para el fútbol de esos días y de todos los días. En Finlandia, Hungría arrasó. El debut fue con cierta timidez: ante Rumania, en Turku, se impusieron 2-1. Lo que continuó fue un vendaval: el 3-0 a Italia -entonces, ya bicampeón mundial y campeón olímpico- resultó la perfecta demostración de que ese equipo iba tras los pasos de la consagración. Ya en cuartos de final, el lucimiento continuó con goles: 7-1 a Turquía. En las semifinales esperaba Suecia, el defensor de la medalla dorada. Lo volvió a demostrar: Hungría era el mejor. Se impuso por un resultado propio del tenis: 6-0. Y así llegó a la final ante Yugoslavia.
Más allá de su fidelidad con el Partido Comunista, Sebes conoció de rigores y de incomodidades.
En la noche previa al primer gran partido consagratorio, sintió todo el frío de Helsinki dentro suyo. Cuentan que un dirigente político le dijo cinco palabras que no necesitaban explicaciones posteriores: "No se tolerará el fracaso". La mirada del interlocutor parecía ajena a la enorme victoria ante Suecia en las semifinales. El entrenador hizo silencio, escuchó, miró. Y luego, ante sus jugadores, invitó a lo de siempre: a ofrecer la mejor versión individual en nombre de la construcción colectiva. La historia de los Juegos Olímpicos señala que ni antes ni después de aquella final frente a Yugoslavia un equipo jugó tan bien como esos magyares capaces de hacer magia sin necesidad de trucos durante noventa minutos sin parar.
Era un ballet al servicio del éxito además de un festival de juego, una celebración del carácter lúdico de este deporte. Y también, una constelación: contaba con Ferenc Puskas, Sandor Kocsis, Zoltan Czibor y Nandor Hidegkuti, entre otras figuras sin olvido. A la final, en el estadio Olímpico de Helsinki, fueron -según cifras oficiales- 58.553 personas para observar a un grupo de talentosos capaces de reinventar el fútbol y a un rival de esos que nadie quiere enfrentar por la jerarquía de sus integrantes. Yugoslavia, que había sido finalista cuatro años antes, también tropezó ante los húngaros. Puskas y Czibor, en el último tramo del encuentro, garantizaron la victoria 2-0. El resumen oficial de la competición ofrecido por los organizadores indicó el significado deportivo: "Este torneo vio el nacimiento de una de las escuadras más brillantes del mundo: Hungría, llamada los 'mágicos magiares'".
Sebes fue el arquitecto, el orfebre y el ingeniero de aquel conjunto de maravillas. Lo reconocían sus dirigidos como tal. Era el líder; la voz que todos escuchaban y daban por válida. "El tío", le decían. Su éxito le permitió crecer dentro de la estructura de poder del país (llegó a ser viceministro de Deportes y presidente del Comité Olímpico) y del continente (durante seis años fue vicepresidente de la UEFA). Grosics, notable garantía en aquel arco húngaro, contó alguna vez: "Sebes estaba muy comprometido con la ideología socialista, y eso se podía palpar en todo lo que decía. De cada partido o competición importante hacía una cuestión política, y a menudo hablaba de cómo la lucha entre el capitalismo y el socialismo se libraba en el terreno de juego como en cualquier otro sitio". Sebes creía que el talento debía estar al servicio de todos, que si algún día alguien fallaba el equipo debía rescatarlo. Así armó a aquella Hungría que era capaz de lo mejor. Incluso de establecer un antes y un después de su existencia.
Un año después de la gloria en Finlandia, esa Hungría disputó un partido que todavía dura en la memoria de los que lo vieron. Y también en la de los que escucharon su leyenda. El Equipo de Oro ("Aranycsapat", como lo llamaban los húngaros) venció a Inglaterra, en Wembley, por 6-3, en lo que significó la primera caída para los dueños de casa en el más emblemático de sus estadios. La FIFA, que lo ubica a Sebes en el Hall of Fame, le ofrece las siguientes palabras a aquel episodio: "Si los argumentos políticos de Sebes desembocaron en su conclusión lógica, también se podría decir que la victoria de 1953 al amparo de las Torres Gemelas de Wembley fue algo parecido a la revolución en una fría tarde de invierno. Inglaterra fue devastada de tal manera que el marcador de 6-3 no reflejó con justicia el abrumador dominio húngaro, y tanto la táctica como la técnica de los visitantes dejaron a los anfitriones impotentes y a sus seguidores en las gradas paralizados por la perplejidad. Los húngaros registraron 35 disparos a puerta contra cinco de Inglaterra, y su gol definitivo, una volea de Hidegkuti, culminó una jugada trenzada compuesta por diez combinaciones concatenadas". A esa altura, el fútbol se rendía a los pies de este equipo memorable. Sebes es también reconocido como un innovador en el ámbito de las tácticas: invirtió la tradicional formación 3-2-5 (conocida como "La WM") y tanto los clubes como la selección de Sebes adoptaron el que sería el comienzo del sistema 4-2-4 que el Brasil de sus años más gloriosos adaptaría a sus conveniencias y particularidades.
Ya en 1954, Hungría llegó a la Copa del Mundo con esos antecedentes inmejorables: la medalla de oro y una racha invicta de 31 partidos, con goleadas por varios de los rincones de Europa. Su recorrido inicial en Suiza consolidó la sensación de equipo imbatible: en el primer tramo goleó 9-0 a Corea del Sur y 8-3 a Alemania Federal. Luego se sacó de encima a los dos mejores del Mundial anterior, Brasil y Uruguay, en dos partidos memorables y polémicos. A la cita con Brasil -partido épico y arduo- se la refirió como "La Batalla de Berna". Hasta Sebes terminó herido, con un corte en la cara durante uno de los tantos entreveros que en ese tiempo no se televisaban en detalle. Sobre el encuentro semifinal contra los uruguayos, el periodista inglés Paul Gardner escribió: "Produjeron una magnífica afirmación del fútbol como deporte". Al momento de recordar aquella jornada épica, Gerardo Bassorelli señaló en el diario La República de Montevideo: "Tantos años de invicto en Mundiales acabaron en los pies de Kocsis, pero, por más que el traspié haya calado hondo, al punto de que algunos de nuestros muchachos lloraron en vestuarios desconsoladamente, el tiempo ha hecho que aquella derrota se transformara en orgullo de celestes y magyares". Algunos lo llamaron "El partido del Siglo". Cada presentación de aquel equipo mucho se parecía a un episodio histórico, para guardar en la memoria de todos los tiempos.
Lo que pasó luego fue uno de los grandes asombros de la historia de las Copas del Mundo. Una suerte de golpe sólo comparable al Maracanazo, que había sucedido cuatro años antes. La magia húngara duró ocho minutos en la final del 4 de julio, otra vez en Berna. Con goles de Puskas y Czibor, los favoritos se imponían 2-0. Entonces, una de las hazañas más increíbles comenzó a suceder: la misma Alemania que había sido vapuleada en la primera ronda, se rearmó y se impuso 3-2, con un tanto de Max Morlock y dos de Helmut Rahn, tras un esfuerzo al que le encontraron todos los adjetivos grandilocuentes para definirlo. Aquel seleccionado de Sepp Herberger resultó, de todos modos, el principio de una verdad sostenida en el tiempo y en cada competición relevante: nunca den por vencidos a los alemanes. Incluso hasta una inspiración para la frase ofrecida, mitad en broma mitad en serio, por el inglés Gary Lineker: "El fútbol de Selecciones es un deporte de once contra once en el que siempre termina ganando Alemania": Una película, "El milagro de Berna", de Sonke Wortmann, retrató aquel momento casi cinco décadas más tarde. Era un elogio a los vencedores, pero también la sombra de un tributo a Sebes que construyó ese Equipo de Oro capaz de habitar en todos los recuerdos.
El fútbol de Hungría nunca volvió a ser aquel. El protagonismo, de todos modos, continuó en los años 60, casi a modo de tributo al equipo mágico: obtuvo dos medallas de oro consecutivas, en los Juegos de Tokio 1964 (tras golear 6-0 a Egipto en semifinales y vencer 2-1 a Checoslovaquia en la final) y en los de México 1968 (luego de vencer 4-1 a Bulgaria en el encuentro decisivo). En el medio, se subió al podio de la Eurocopa de 1964, donde sólo fue derrotado por el local y campeón, España, en tiempo suplementario. Pero de a poco, se fue desvaneciendo. En 1986, Hungría disputó por última vez una Copa del Mundo. La participación fue una floja expresión en juego y en resultados. El equipo se quedó afuera en la primera ronda, luego de una victoria ante Canadá y dos derrotas con goleada, frente a Francia y la Unión Soviética. Cuatro meses antes del debut en Irapuato, Sebes falleció bajo el cielo de Budapest. Y con él, parece, también se murió la magia.
En el centro de prensa del estadio Soccer City, en Johannesburgo, quedaban pocos periodistas y afines. Apenas se escuchaba el murmullo de los mexicanos que parecían transmitir las 24 horas aunque su seleccionado ya no estuviera en la competición. Al día siguiente, en la final ante Holanda, España se consagraría campeón del mundo.
Y la última charla entre los que quedaban allí, ya en la madrugada sudafricana, tenía que ver con la influencia decisiva o no de Vicente del Bosque, el entrenador de la Roja.
Y el diálogo se trasladó a otros técnicos influyentes de la historia. Desfilaron nombres: Rinus Michels, Giovanni Trapattoni, José Mourinho, Johan Cruyff, Pep Guardiola. Otros mencionaron que la antinomia Menotti-Bilardo definía claramente los dos modos de mirar el fútbol. Entonces, la charla se pareció más a una discusión que luego se interrumpió con un asombro. Dos periodistas húngaros que hasta ese momento sólo escuchaban lanzaron un nombre y un apellido sobre la mesa: "Gusztav Sebes".
Al principio, hubo un silencio. De inmediato, una aclaración: "El de Hungría 54". Al cabo, todo quedó entendido. Y el ida y vuelta continuó un rato más. Y Sebes, quien también ganó la medalla de oro con su equipo en Helsinki 1952, estaba allí, 24 años después de su fallecimiento. Incluso aunque no todos los presentes lo conocían.
Sebes nació en Budapest en la primera década del siglo XX. Hijo de un zapatero, aprendió tres cosas desde muy pequeño: que el fútbol estaba ahí para que él lo abrazara, que nada se conseguía sin esfuerzo y que las victorias colectivas son mejores que las individuales. Eran de arena sus canchas iniciales. Y lo fueron por un largo rato hasta que se transformó en futbolista de Primera.
Se formó en Hungría y jugó en Francia, donde además trabajó como montador en dos empresas automotrices y participó activamente en el ámbito sindical. Luego, ya de regreso, se destacó con la camiseta del MTK, con el que ganó cuatro títulos (tres Ligas y una Copa). No era la estrella que más brillaba en el campo, pero se dio un gusto que había sido el primero de sus deseos en varios de sus cumpleaños: en 1936, jugó un partido para el seleccionado húngaro.
También hubo ambiente de potrero en la concepción de aquella enorme primavera del fútbol húngaro que él condujo, en los años 50. Eva era la hermana menor de Ferenc Puskas, el principal crack. Lo conocía bien y alguna vez contó sobre aquella niñez en la capital húngara: "El tenía un gusto que se daba cada vez que podía: se robaba las medias de nuestra madre y armaba pelotas de trapo para jugar con sus amigos, con los vecinos.
Era un experto en eso. Para él era casi un arte". Como en los tiempos de Sebes, había arena en las partes deshabitadas del barrio. Y ahí jugaban encantados hasta que la oscuridad decidiera el final. István Cserjes -íntimo amigo de Puskas en la niñez y más tarde compañero en el Kispest- expresó en una entrevista a la televisión húngara que, ya como profesional, Ocsi (como le decían a Ferenc) seguía yendo a ese espacio de Budapest en el que estaba naciendo la mejor generación de futbolistas húngaros de toda la historia. El potrero de los húngaros era de arena, como las playas de los cracks brasileños. Sebes conocía ese secreto tan bien guardado. Y lo trasladó al césped.
La presentación en sociedad, en los Juegos Olímpicos de 1952, había sido un lujo para el fútbol de esos días y de todos los días. En Finlandia, Hungría arrasó. El debut fue con cierta timidez: ante Rumania, en Turku, se impusieron 2-1. Lo que continuó fue un vendaval: el 3-0 a Italia -entonces, ya bicampeón mundial y campeón olímpico- resultó la perfecta demostración de que ese equipo iba tras los pasos de la consagración. Ya en cuartos de final, el lucimiento continuó con goles: 7-1 a Turquía. En las semifinales esperaba Suecia, el defensor de la medalla dorada. Lo volvió a demostrar: Hungría era el mejor. Se impuso por un resultado propio del tenis: 6-0. Y así llegó a la final ante Yugoslavia.
Más allá de su fidelidad con el Partido Comunista, Sebes conoció de rigores y de incomodidades.
En la noche previa al primer gran partido consagratorio, sintió todo el frío de Helsinki dentro suyo. Cuentan que un dirigente político le dijo cinco palabras que no necesitaban explicaciones posteriores: "No se tolerará el fracaso". La mirada del interlocutor parecía ajena a la enorme victoria ante Suecia en las semifinales. El entrenador hizo silencio, escuchó, miró. Y luego, ante sus jugadores, invitó a lo de siempre: a ofrecer la mejor versión individual en nombre de la construcción colectiva. La historia de los Juegos Olímpicos señala que ni antes ni después de aquella final frente a Yugoslavia un equipo jugó tan bien como esos magyares capaces de hacer magia sin necesidad de trucos durante noventa minutos sin parar.
Era un ballet al servicio del éxito además de un festival de juego, una celebración del carácter lúdico de este deporte. Y también, una constelación: contaba con Ferenc Puskas, Sandor Kocsis, Zoltan Czibor y Nandor Hidegkuti, entre otras figuras sin olvido. A la final, en el estadio Olímpico de Helsinki, fueron -según cifras oficiales- 58.553 personas para observar a un grupo de talentosos capaces de reinventar el fútbol y a un rival de esos que nadie quiere enfrentar por la jerarquía de sus integrantes. Yugoslavia, que había sido finalista cuatro años antes, también tropezó ante los húngaros. Puskas y Czibor, en el último tramo del encuentro, garantizaron la victoria 2-0. El resumen oficial de la competición ofrecido por los organizadores indicó el significado deportivo: "Este torneo vio el nacimiento de una de las escuadras más brillantes del mundo: Hungría, llamada los 'mágicos magiares'".
Sebes fue el arquitecto, el orfebre y el ingeniero de aquel conjunto de maravillas. Lo reconocían sus dirigidos como tal. Era el líder; la voz que todos escuchaban y daban por válida. "El tío", le decían. Su éxito le permitió crecer dentro de la estructura de poder del país (llegó a ser viceministro de Deportes y presidente del Comité Olímpico) y del continente (durante seis años fue vicepresidente de la UEFA). Grosics, notable garantía en aquel arco húngaro, contó alguna vez: "Sebes estaba muy comprometido con la ideología socialista, y eso se podía palpar en todo lo que decía. De cada partido o competición importante hacía una cuestión política, y a menudo hablaba de cómo la lucha entre el capitalismo y el socialismo se libraba en el terreno de juego como en cualquier otro sitio". Sebes creía que el talento debía estar al servicio de todos, que si algún día alguien fallaba el equipo debía rescatarlo. Así armó a aquella Hungría que era capaz de lo mejor. Incluso de establecer un antes y un después de su existencia.
Un año después de la gloria en Finlandia, esa Hungría disputó un partido que todavía dura en la memoria de los que lo vieron. Y también en la de los que escucharon su leyenda. El Equipo de Oro ("Aranycsapat", como lo llamaban los húngaros) venció a Inglaterra, en Wembley, por 6-3, en lo que significó la primera caída para los dueños de casa en el más emblemático de sus estadios. La FIFA, que lo ubica a Sebes en el Hall of Fame, le ofrece las siguientes palabras a aquel episodio: "Si los argumentos políticos de Sebes desembocaron en su conclusión lógica, también se podría decir que la victoria de 1953 al amparo de las Torres Gemelas de Wembley fue algo parecido a la revolución en una fría tarde de invierno. Inglaterra fue devastada de tal manera que el marcador de 6-3 no reflejó con justicia el abrumador dominio húngaro, y tanto la táctica como la técnica de los visitantes dejaron a los anfitriones impotentes y a sus seguidores en las gradas paralizados por la perplejidad. Los húngaros registraron 35 disparos a puerta contra cinco de Inglaterra, y su gol definitivo, una volea de Hidegkuti, culminó una jugada trenzada compuesta por diez combinaciones concatenadas". A esa altura, el fútbol se rendía a los pies de este equipo memorable. Sebes es también reconocido como un innovador en el ámbito de las tácticas: invirtió la tradicional formación 3-2-5 (conocida como "La WM") y tanto los clubes como la selección de Sebes adoptaron el que sería el comienzo del sistema 4-2-4 que el Brasil de sus años más gloriosos adaptaría a sus conveniencias y particularidades.
Ya en 1954, Hungría llegó a la Copa del Mundo con esos antecedentes inmejorables: la medalla de oro y una racha invicta de 31 partidos, con goleadas por varios de los rincones de Europa. Su recorrido inicial en Suiza consolidó la sensación de equipo imbatible: en el primer tramo goleó 9-0 a Corea del Sur y 8-3 a Alemania Federal. Luego se sacó de encima a los dos mejores del Mundial anterior, Brasil y Uruguay, en dos partidos memorables y polémicos. A la cita con Brasil -partido épico y arduo- se la refirió como "La Batalla de Berna". Hasta Sebes terminó herido, con un corte en la cara durante uno de los tantos entreveros que en ese tiempo no se televisaban en detalle. Sobre el encuentro semifinal contra los uruguayos, el periodista inglés Paul Gardner escribió: "Produjeron una magnífica afirmación del fútbol como deporte". Al momento de recordar aquella jornada épica, Gerardo Bassorelli señaló en el diario La República de Montevideo: "Tantos años de invicto en Mundiales acabaron en los pies de Kocsis, pero, por más que el traspié haya calado hondo, al punto de que algunos de nuestros muchachos lloraron en vestuarios desconsoladamente, el tiempo ha hecho que aquella derrota se transformara en orgullo de celestes y magyares". Algunos lo llamaron "El partido del Siglo". Cada presentación de aquel equipo mucho se parecía a un episodio histórico, para guardar en la memoria de todos los tiempos.
Lo que pasó luego fue uno de los grandes asombros de la historia de las Copas del Mundo. Una suerte de golpe sólo comparable al Maracanazo, que había sucedido cuatro años antes. La magia húngara duró ocho minutos en la final del 4 de julio, otra vez en Berna. Con goles de Puskas y Czibor, los favoritos se imponían 2-0. Entonces, una de las hazañas más increíbles comenzó a suceder: la misma Alemania que había sido vapuleada en la primera ronda, se rearmó y se impuso 3-2, con un tanto de Max Morlock y dos de Helmut Rahn, tras un esfuerzo al que le encontraron todos los adjetivos grandilocuentes para definirlo. Aquel seleccionado de Sepp Herberger resultó, de todos modos, el principio de una verdad sostenida en el tiempo y en cada competición relevante: nunca den por vencidos a los alemanes. Incluso hasta una inspiración para la frase ofrecida, mitad en broma mitad en serio, por el inglés Gary Lineker: "El fútbol de Selecciones es un deporte de once contra once en el que siempre termina ganando Alemania": Una película, "El milagro de Berna", de Sonke Wortmann, retrató aquel momento casi cinco décadas más tarde. Era un elogio a los vencedores, pero también la sombra de un tributo a Sebes que construyó ese Equipo de Oro capaz de habitar en todos los recuerdos.
El fútbol de Hungría nunca volvió a ser aquel. El protagonismo, de todos modos, continuó en los años 60, casi a modo de tributo al equipo mágico: obtuvo dos medallas de oro consecutivas, en los Juegos de Tokio 1964 (tras golear 6-0 a Egipto en semifinales y vencer 2-1 a Checoslovaquia en la final) y en los de México 1968 (luego de vencer 4-1 a Bulgaria en el encuentro decisivo). En el medio, se subió al podio de la Eurocopa de 1964, donde sólo fue derrotado por el local y campeón, España, en tiempo suplementario. Pero de a poco, se fue desvaneciendo. En 1986, Hungría disputó por última vez una Copa del Mundo. La participación fue una floja expresión en juego y en resultados. El equipo se quedó afuera en la primera ronda, luego de una victoria ante Canadá y dos derrotas con goleada, frente a Francia y la Unión Soviética. Cuatro meses antes del debut en Irapuato, Sebes falleció bajo el cielo de Budapest. Y con él, parece, también se murió la magia.
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