Burkina Faso fue la gran revelación de la Copa de Africa. Llegó a la final, incluso a pesar de arbitrajes escandalosos en su contra. Ninguno de los 23 futbolistas que formaron parte del plantel juega en su país, uno de los más pobres del mundo.
Era un síntoma. Las vuvuzelas todavía se escuchaban en el Soccer City de Johannesburgo. La final de la Copa de Africa acababa de suceder. Y esos sonidos chillones resultaban una suerte de homenaje tardío a vencedores y a vencidos. Nigeria había ganado 1-0, con gol de Sunday Mba. Y así se quedaba con la gloria de su tercer título continental. Enfrente estaban los jugadores de Burkina Faso. Tenían la derrota en sus caras. Pero no habían perdido Les Etalons (Los Potros), más allá del sollozo de algunos de sus jugadores. Otras escenas sobre el césped sudafricano así lo contaban. Esos abrazos entre varios mostraban un dolor compartido, pero sobre todo una felicitación mutua por lo que habían obtenido. Se miraron todos. No había nada para reprocharse. Ellos, caras visibles de un país invisible, habían conseguido algo muy grande: con goles instalaron a Burkina Faso en el mapa de las buenas noticias.
Hasta el sonido de esas vuvuzelas que los despidieron con honores tuvieron que luchar como luchan los postergados: contra todo. Antes de ese desenlace, por ejemplo, lidiaron frente a una adversidad incomodísima: un arbitraje penoso del tunecino Slim Jdidi en el encuentro semifinal frente a Ghana, uno de los favoritos. Les anuló un gol, les cobró un absurdo penal en contra (el del 1-0 para el rival), no les dio uno clarísimo a favor y expulsó mal a Jonathan Pitroipa. Devastador: no sólo Los Potros terminaron con diez sino que los ghaneses parecían jugar con doce. Tan malo fue el arbitraje que la Confederación Africana lo suspendió inmediatamente por tiempo indeterminado y habilitó a Pitroipa para jugar el encuentro definitorio.
Pero ante esa situación traumática, los burkineses brindaron una demostración de juego audaz, generosidad pura. Durante los 120 minutos que duró el encuentro merecieron la victoria. Llegaron a convertir al azar en la gran figura del oponente. Un gol de Aristide Bancé -marfileño de nacimiento- permitió la igualdad que condujo luego a los penales. Y entonces, Daouda Diakite voló como en la niñez ardua en Ouagadougou, la capital de su país y, desde su atajada decisiva, la capital de la felicidad por varios días. Después del vuelo, la final esperaba por ellos.
Bancé y Diakite no participan en la Liga de Burkina Faso. Los otros 21 integrantes del plantel actual tampoco juegan en el país al que representan. Es La Selección de los Expulsados. Se trata de una lógica matemática y económica: país muy pobre; competición paupérrima. La necesidad es el impulso para partir. Y, salvo excepciones, no los contratan los grandes equipos ni las Ligas de elite. Entre los elegidos para la actual Copa de Africa dos juegan en Ghana, dos en Egipto, dos en Moldavia; también hay otros desperdigados por Qatar, Japón, Belgica, Emiratos Arabes Unidos, Rumania, Polonia, Turquía, Bulgaria, Francia. En definitiva, van adonde una puerta se abre. Y como el dinero no sobra ni alcanza, a la Selección de los Expulsados la dirige un desterrado: el belga Paul Put -elegido por una cuestión de costos- fue sancionado y suspendido en 2005 por su presunta participación en el arreglo de partidos en su país. Ahora, este hombre que admitió ver y escuchar mucho sobre la corrupción en el fútbol sostiene cinco palabras que bastante se parecen a la escena de la que también es protagonista: "Estamos frente a un milagro".
País de olvidos y olvidados, Burkina Faso -que ahora se muestra ante los ojos del mundo por esta Copa de Africa y de asombros- se llamó Alto Volta incluso durante casi tres décadas después de la independencia de su último colonizador oficial, Francia. En 1987, este territorio que tiene una extensión similar a la de Ecuador y la misma población que Chile (unos 16 millones) adoptó su nuevo nombre que en varios dialectos locales significa "Tierra de Hombres Integros".
El impulsor de esa modificación y de muchas otras fue un joven llamado Thomas Sankara y conocido como El Che de Africa. A Sankara, primer presidente de ese país que quería volver a nacer, lo retrató Eduardo Galeano: "(El) Encabezó el cambio. La energía comunitaria se puso al servicio de la multiplicación de los alimentos, la alfabetización, el renacimiento de los bosques nativos y la defensa del agua, escasa y sagrada. (...) En 1987, la llamada 'comunidad internacional' decidió deshacerse de este nuevo Lumumba. Se encomendó la tarea a su mejor amigo, Blaise Campaoré. El crimen le otogó el poder perpetuo". Desde aquel asesinato, Campaoré gobierna en este país cuyo Indice de Desarrollo Humano (IDH) es uno de los más bajos del mundo: ocupa el puesto 181 entre 187 países contemplados por el Programa de las Naciones Unidas (PNUD). Sin embargo, su voz callada se sigue escuchando entre tantos seguidores repartidos por Africa. Ahí está el eco de su queja: "El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional nos niegan fondos para buscar agua a cien metros, pero nos ofrecen excavar pozos de tres mil metros para buscar petróleo. Queremos crear un mundo nuevo. Nos negamos a elegir entre el infierno y el purgatorio".
El fútbol suele convertirse en ese único grito que se escucha, a pesar de todo. Hace más de una década, Burkina Faso ya había exhibido su carta de presentación en el deporte. En 1999, un grupo de chicos de menos de 17 años llevó al seleccionado verde y rojo a una competición FIFA por primera vez. Dos años después, en el Mundial Sub 17 de Trinidad y Tobago llegó el gran golpe. Y Argentina lo vivió ante sus ojos. Y lo padeció. Aquel equipo que dirigía Hugo Tocalli y que contaba con Carlos Tevez y Pablo Zabaleta -entre otras figuras de Selección- no pudo con esos muchachitos que sorprendían más por el nombre de su país que por sus antecedentes. En la fase de grupos, un gol de penal de Maxi López, en el segundo minuto de descuento, impidió la derrota argentina. Se volvieron a enfrentar, por el tercer puesto: en el estadio Hasely Crawford, de Puerto España, Burkina Faso ganó 2-0 y se subió al podio. Hasta la presente participación en la Copa de Africa aquella había sido la victoria más importante de esta Federación fundada en 1960 y afiliada a la FIFA en 1964.
Había un rasgo que asombraba de aquel equipo. Esos chicos, procedentes de un país casi tan pobre como el de hoy, tenían una sonrisa enorme a cada paso. Wilfred Sanou y Madi Panandetiguiri eran figuras en aquel tiempo y son también protagonistas de esta campaña imborrable. Europa ya se los había llevado: uno jugaba en el Wattens de Austria; el otro, en el Bordeaux de Francia. Las empleadas del hotel Chaguaramas, donde se hospedaban ellos y los argentinos, estaban sorprendidas por tanta cordialidad.
Y por algunos otros detalles: la mayoría de los integrantes del plantel no utilizaba vasos, ellos bebían directamente de la botellita de agua mineral; y pedían todo el tiempo bananas, esas que tan bien saben bajo el cielo caribeño de Trinidad. Costumbres, claro. También querían llevarse recuerdos de todo y de todos. Se sacaban fotos para eso. Una palmera, el lobby, un rival, un periodista, un cocinero, un entrenador, un estadio. Lo que veían se transformaba en retrato. Ellos, entonces bandera de su tierra, representaban una paradoja: en un país con un 80 por ciento de analfabetos resultaban un ejemplo de perfecta educación. Amenos, disciplinados, siempre prolijos, nunca una queja. La última sorpresa llegó con la despedida: la indumentaria no les sobraba; sin embargo prometieron sus camisetas a los amigos nuevos de aquella aventura. Y Sanou y Panandetiguiri cumplieron, como buenos exponentes de los "hombres íntegros".
Burkina Faso no cambiará por esta celebración sin final grato en Sudáfrica, por supuesto. Durará un rato más o menos largo la alegría, el desahogo, el grito compartido. Ahora hay fiesta en las calles sin pavimento, en las casas sin arquitectos, en los rincones sin nada. Y luego, cuando vuelva el anonimato, será el tiempo de recordar este momento.
Para los expulsados por la necesidad, para los obligados a quedarse, por los que ya no están, por los que quisieron y no los dejaron. En cualquier caso, seguro, esa memoria de estos días felices de fútbol durará lo mismo que la voz callada de Sankara: para siempre.
Era un síntoma. Las vuvuzelas todavía se escuchaban en el Soccer City de Johannesburgo. La final de la Copa de Africa acababa de suceder. Y esos sonidos chillones resultaban una suerte de homenaje tardío a vencedores y a vencidos. Nigeria había ganado 1-0, con gol de Sunday Mba. Y así se quedaba con la gloria de su tercer título continental. Enfrente estaban los jugadores de Burkina Faso. Tenían la derrota en sus caras. Pero no habían perdido Les Etalons (Los Potros), más allá del sollozo de algunos de sus jugadores. Otras escenas sobre el césped sudafricano así lo contaban. Esos abrazos entre varios mostraban un dolor compartido, pero sobre todo una felicitación mutua por lo que habían obtenido. Se miraron todos. No había nada para reprocharse. Ellos, caras visibles de un país invisible, habían conseguido algo muy grande: con goles instalaron a Burkina Faso en el mapa de las buenas noticias.
Hasta el sonido de esas vuvuzelas que los despidieron con honores tuvieron que luchar como luchan los postergados: contra todo. Antes de ese desenlace, por ejemplo, lidiaron frente a una adversidad incomodísima: un arbitraje penoso del tunecino Slim Jdidi en el encuentro semifinal frente a Ghana, uno de los favoritos. Les anuló un gol, les cobró un absurdo penal en contra (el del 1-0 para el rival), no les dio uno clarísimo a favor y expulsó mal a Jonathan Pitroipa. Devastador: no sólo Los Potros terminaron con diez sino que los ghaneses parecían jugar con doce. Tan malo fue el arbitraje que la Confederación Africana lo suspendió inmediatamente por tiempo indeterminado y habilitó a Pitroipa para jugar el encuentro definitorio.
Pero ante esa situación traumática, los burkineses brindaron una demostración de juego audaz, generosidad pura. Durante los 120 minutos que duró el encuentro merecieron la victoria. Llegaron a convertir al azar en la gran figura del oponente. Un gol de Aristide Bancé -marfileño de nacimiento- permitió la igualdad que condujo luego a los penales. Y entonces, Daouda Diakite voló como en la niñez ardua en Ouagadougou, la capital de su país y, desde su atajada decisiva, la capital de la felicidad por varios días. Después del vuelo, la final esperaba por ellos.
Bancé y Diakite no participan en la Liga de Burkina Faso. Los otros 21 integrantes del plantel actual tampoco juegan en el país al que representan. Es La Selección de los Expulsados. Se trata de una lógica matemática y económica: país muy pobre; competición paupérrima. La necesidad es el impulso para partir. Y, salvo excepciones, no los contratan los grandes equipos ni las Ligas de elite. Entre los elegidos para la actual Copa de Africa dos juegan en Ghana, dos en Egipto, dos en Moldavia; también hay otros desperdigados por Qatar, Japón, Belgica, Emiratos Arabes Unidos, Rumania, Polonia, Turquía, Bulgaria, Francia. En definitiva, van adonde una puerta se abre. Y como el dinero no sobra ni alcanza, a la Selección de los Expulsados la dirige un desterrado: el belga Paul Put -elegido por una cuestión de costos- fue sancionado y suspendido en 2005 por su presunta participación en el arreglo de partidos en su país. Ahora, este hombre que admitió ver y escuchar mucho sobre la corrupción en el fútbol sostiene cinco palabras que bastante se parecen a la escena de la que también es protagonista: "Estamos frente a un milagro".
País de olvidos y olvidados, Burkina Faso -que ahora se muestra ante los ojos del mundo por esta Copa de Africa y de asombros- se llamó Alto Volta incluso durante casi tres décadas después de la independencia de su último colonizador oficial, Francia. En 1987, este territorio que tiene una extensión similar a la de Ecuador y la misma población que Chile (unos 16 millones) adoptó su nuevo nombre que en varios dialectos locales significa "Tierra de Hombres Integros".
El impulsor de esa modificación y de muchas otras fue un joven llamado Thomas Sankara y conocido como El Che de Africa. A Sankara, primer presidente de ese país que quería volver a nacer, lo retrató Eduardo Galeano: "(El) Encabezó el cambio. La energía comunitaria se puso al servicio de la multiplicación de los alimentos, la alfabetización, el renacimiento de los bosques nativos y la defensa del agua, escasa y sagrada. (...) En 1987, la llamada 'comunidad internacional' decidió deshacerse de este nuevo Lumumba. Se encomendó la tarea a su mejor amigo, Blaise Campaoré. El crimen le otogó el poder perpetuo". Desde aquel asesinato, Campaoré gobierna en este país cuyo Indice de Desarrollo Humano (IDH) es uno de los más bajos del mundo: ocupa el puesto 181 entre 187 países contemplados por el Programa de las Naciones Unidas (PNUD). Sin embargo, su voz callada se sigue escuchando entre tantos seguidores repartidos por Africa. Ahí está el eco de su queja: "El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional nos niegan fondos para buscar agua a cien metros, pero nos ofrecen excavar pozos de tres mil metros para buscar petróleo. Queremos crear un mundo nuevo. Nos negamos a elegir entre el infierno y el purgatorio".
El fútbol suele convertirse en ese único grito que se escucha, a pesar de todo. Hace más de una década, Burkina Faso ya había exhibido su carta de presentación en el deporte. En 1999, un grupo de chicos de menos de 17 años llevó al seleccionado verde y rojo a una competición FIFA por primera vez. Dos años después, en el Mundial Sub 17 de Trinidad y Tobago llegó el gran golpe. Y Argentina lo vivió ante sus ojos. Y lo padeció. Aquel equipo que dirigía Hugo Tocalli y que contaba con Carlos Tevez y Pablo Zabaleta -entre otras figuras de Selección- no pudo con esos muchachitos que sorprendían más por el nombre de su país que por sus antecedentes. En la fase de grupos, un gol de penal de Maxi López, en el segundo minuto de descuento, impidió la derrota argentina. Se volvieron a enfrentar, por el tercer puesto: en el estadio Hasely Crawford, de Puerto España, Burkina Faso ganó 2-0 y se subió al podio. Hasta la presente participación en la Copa de Africa aquella había sido la victoria más importante de esta Federación fundada en 1960 y afiliada a la FIFA en 1964.
Y por algunos otros detalles: la mayoría de los integrantes del plantel no utilizaba vasos, ellos bebían directamente de la botellita de agua mineral; y pedían todo el tiempo bananas, esas que tan bien saben bajo el cielo caribeño de Trinidad. Costumbres, claro. También querían llevarse recuerdos de todo y de todos. Se sacaban fotos para eso. Una palmera, el lobby, un rival, un periodista, un cocinero, un entrenador, un estadio. Lo que veían se transformaba en retrato. Ellos, entonces bandera de su tierra, representaban una paradoja: en un país con un 80 por ciento de analfabetos resultaban un ejemplo de perfecta educación. Amenos, disciplinados, siempre prolijos, nunca una queja. La última sorpresa llegó con la despedida: la indumentaria no les sobraba; sin embargo prometieron sus camisetas a los amigos nuevos de aquella aventura. Y Sanou y Panandetiguiri cumplieron, como buenos exponentes de los "hombres íntegros".
Burkina Faso no cambiará por esta celebración sin final grato en Sudáfrica, por supuesto. Durará un rato más o menos largo la alegría, el desahogo, el grito compartido. Ahora hay fiesta en las calles sin pavimento, en las casas sin arquitectos, en los rincones sin nada. Y luego, cuando vuelva el anonimato, será el tiempo de recordar este momento.
Para los expulsados por la necesidad, para los obligados a quedarse, por los que ya no están, por los que quisieron y no los dejaron. En cualquier caso, seguro, esa memoria de estos días felices de fútbol durará lo mismo que la voz callada de Sankara: para siempre.
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