Béla Guttmann, echado por el Benfica tras ganar dos Copas de Europa en los 60, lanzó una mítica frase: "Sin mí, no volverán a ganar".
Desde entonces, perdió siete finales de competiciones continentales. Aún muerto el misterioso DT nacido en Budapest, la conjura sigue viva.
Es el último centro del partido más importante de la temporada y de las últimas dos décadas para el Benfica.
Las Aguilas pueden terminar con el maleficio y ganar un título europeo más de medio siglo después de aquella última conquista en los días de Eusebio. Iban perdiendo, llegó el empate de Tacuara Cardozo y luego la sensación de que todo era posible.
Pero queda ese puñado de segundos para llegar al alargue ante Chelsea. También falta ese corner desde la derecha. Tercer minuto de descuento, en el Amsterdam Arena. La pelota llueve en el área como una maldición y aparece, solo y perfectamente ubicado, el defensor Branislav Ivanovic.
Cabecea bombeado el serbio, la pelota ingresa y se transforma en ese 2-1 que durará hasta la consagración del equipo inglés. Benfica, por séptima final europea consecutiva, se queda vacío de gloria. Todos miran hacia el mismo rincón de la historia. Y le apuntan al mismo nombre: Béla Guttmann, aquel entrenador que abrió las puertas de la doble consagración en la Copa de Europa (en 1961 y 1962) y que luego marcó el principio de una sucesión de dolores para el gigante portugués.
La pantalla enorme del estadio de Amsterdam muestra el llanto de un chico que camina su adolescencia. Está vestido de rojo, como la ocasión invita. El padre lo cobija, pero el consuelo no alcanza. Sigue llorando. El día de su nacimiento, Béla Guttmann ya había fallecido. Pero el chico sin consuelo está comenzando a comprender de qué se trata todo aquello.
El mítico entrenador, nacido en Budapest en tiempos del Imperio Austro-Húngaro, el más exitoso de la exitosa vida del Benfica, murió en 1981. Tenía 81 años, varios títulos y mil misterios al momento de su entierro. El había dicho una frase que la historia resignificó como una maldición: "Sin mí, el Benfica no volverá a ganar en Europa". Sucedió luego de su primera salida del club de Lisboa, en 1962. Regresó pronto. Pero el idlio ya no era tal. En la temporada 65/66 -la de su retorno- no pudo darle continuidad al camino glorioso de ese equipo que estaba marcando una época, casi como el Barcelona de los días recientes. Esa campaña, el Sporting -archirrival de la ciudad- se llevó la Liga; el Braga obtuvo la Copa de Portugal. Y en la Copa de Campeones, el Manchester United lo eliminó al Benfica con una goleada histórica: un 5-1 a domicilio para un global de 8-3 en la serie. Béla también estaba preso de su propia maldición.
Desde los días felices de Guttmann nada resultó igual para el Benfica. Como si un fantasma lo abordara en las grandes citas, no paró de perder finales. Mucho se pareció y se parece a una convención aceptada por todos. Esta nota -incluso- nació de la presunción de que el Benfica perdería. Fue propuesta diez minutos antes del desenlace del partido ante Chelsea, con el 1-1 encaminado al alargue. Fue aceptada. Y ahora sucede. Antes del desenlace reciente, hubo otros encuentros decisivos con derrota, incluso en los mágicos 60: en 1963, frente al Milan de Nereo Rocco; en 1964, contra el implacable Inter de Helenio Herrera; en 1968, frente al Manchester United de Matt Busby. Ya sin Eusebio llegaron otras finales y otros tropiezos.
Dos por la actual Champions (en 1988 ante el PSV Eindhoven por penales; y en 1990 frente al Milan de Arrigo Sacchi) y dos por la actual Europa League (en 1983 contra el Anderlecht y ahora, en esta refundación del viejo estigma). Todos las finales tuvieron un rasgo afín: el azar favorable se ausentó antojadizamente. Y para colmo de males, los vecinos del Porto ganaron siete títulos internacionales en ese mismo recorrido; y hasta el Sporting alzó la Recopa en 1964.
Béla fue un paradigma del entrenador trotamundos. Un apasionado capaz de recorrer los caminos más inhóspitos en nombre de abrazar su profesión de técnico. También resultó el dueño de una particularidad que condenó al mejor de sus equipos y a él mismo. Aquella final épica ante el Real Madrid en 1962 parece ahora una mentira bien contada.
Pero aconteció. Y desde entonces y desde su frase ya nada fue igual para Las Aguilas ni para él. Benfica jamás volvió a ganar en Europa y nunca Guttmann volvió a vencer en ninguna de sus escalas posteriores. Aquel técnico que en 1953 había pasado un rato breve por Quilmes dirigió desde aquella conquista memorable a Peñarol de Uruguay, al seleccionado de Austria, al Servette de Suiza, al Panathinaikos del Grecia, al Austria Viena y al Porto de ese mismo Portugal que nunca lo olvidó por razones diversas.
Pero más allá de los mitos y de las creencias también existe otra verdad que tiene que ver con el juego. Y sobre todo con un crack que marcó una época: el inmenso Eusebio, que fue lo mejor que el Benfica le mostró al mundo. El, vestido de rojo, se transformó en estrella universal y en orgullo. Y ahora también en gratitud. El papel, escrito a mano por un anónimo, lució en la estatua a Eusebio hasta que se lo llevó el tiempo o el viento o las dos cosas.
Allí, en los accesos del estadio Da Luz, de Lisboa, decía una sola palabra grande en letras negras sobre fondo blanco: "Obrigado" (gracias). No importaba quién la había escrito; era un mensaje de todos los que lo vieron jugar. En el tributo para siempre, el mejor futbolista de Portugal y del Benfica aparece pateando una pelota. Algunos cuentan que se basaron en una escena del Mundial de 1966, cuando La Pantera fue el más destacado de los futbolistas y el máximo anotador. Otros señalan que es el quinto gol al Real Madrid en el 5-3 de la final de la Copa de Europa, en el Olímpico de Amsterdam, en 1962. En cualquier caso, momentos que lo definen como lo que fue: una leyenda.
Además de la gratitud de la gente, a Eusebio también lo definen los números y los laureles. La Federación Internacional de Historia y Estadísticas del Fútbol lo ubica en el top de los mejores jugadores del Siglo XX; convirtió más de 500 goles, con un promedio de 0,88 por encuentro; en Europa ganó el Balón de Oro y el Botín de Oro en dos ocasiones; con Benfica, obtuvo las dos Copas de Campeones, once Ligas y cinco Copas de Portugal. Era todo lo que uno de sus apodos contaba: La Perla de Mozambique. "Sin Eusebio es más difícil", dicen a modo de explicación los hinchas de Las Aguilas para explicar este medio siglo de frustraciones en Europa. En los primeros ocho años de Eusebio en Benfica, el club lisboeta accedió a cinco finales de la Copa de Campeones. En el resto de su historia, a sólo dos.
Al escritor Eduardo Galeano le alcanzaron un puñado de frases para definirlo: "Nació destinado a lustrar zapatos, vender maníes o robar a los distraídos. De niño, lo llamaban Ninguém, nadie, ninguno. Hijo de madre viuda, jugaba al fútbol con sus muchos hermanos en los arenales de los suburbios, desde el amanecer hasta la noche. En el Mundial del 66, sus zancadas dejaron un tendal de adversarios por el suelo y sus goles, desde ángulos imposibles, desataron ovaciones de nunca acabar. Fue un africano de Mozambique el mejor jugador de toda la historia de Portugal. Eusebio: altas piernas, brazos caídos, mirada triste". Pero también Eusebio, que parecía mago e irrompible, padeció aquel mensaje devastador de Béla Guttmann.
Aquel chico que se exhibía en la pantalla enorme, su padre, todos los que a su alrededor estaban y hasta el mismísimo Eusebio no lo pueden creer. Ni los que son católicos e imaginaban que un entrenador llamado Jorge Jesús era el predestinado para rescatarlos. A todos ellos, de algún modo, les pesa esa historia ardua e incómoda. Lo saben aunque no lo admitan o no lo quieran admitir. Incluso aunque les duela en lo más profundo de sus corazones de hinchas: el Benfica es el Club de la Maldición. O al menos eso parece.
Desde entonces, perdió siete finales de competiciones continentales. Aún muerto el misterioso DT nacido en Budapest, la conjura sigue viva.
Es el último centro del partido más importante de la temporada y de las últimas dos décadas para el Benfica.
Las Aguilas pueden terminar con el maleficio y ganar un título europeo más de medio siglo después de aquella última conquista en los días de Eusebio. Iban perdiendo, llegó el empate de Tacuara Cardozo y luego la sensación de que todo era posible.
Pero queda ese puñado de segundos para llegar al alargue ante Chelsea. También falta ese corner desde la derecha. Tercer minuto de descuento, en el Amsterdam Arena. La pelota llueve en el área como una maldición y aparece, solo y perfectamente ubicado, el defensor Branislav Ivanovic.
Cabecea bombeado el serbio, la pelota ingresa y se transforma en ese 2-1 que durará hasta la consagración del equipo inglés. Benfica, por séptima final europea consecutiva, se queda vacío de gloria. Todos miran hacia el mismo rincón de la historia. Y le apuntan al mismo nombre: Béla Guttmann, aquel entrenador que abrió las puertas de la doble consagración en la Copa de Europa (en 1961 y 1962) y que luego marcó el principio de una sucesión de dolores para el gigante portugués.
La pantalla enorme del estadio de Amsterdam muestra el llanto de un chico que camina su adolescencia. Está vestido de rojo, como la ocasión invita. El padre lo cobija, pero el consuelo no alcanza. Sigue llorando. El día de su nacimiento, Béla Guttmann ya había fallecido. Pero el chico sin consuelo está comenzando a comprender de qué se trata todo aquello.
El mítico entrenador, nacido en Budapest en tiempos del Imperio Austro-Húngaro, el más exitoso de la exitosa vida del Benfica, murió en 1981. Tenía 81 años, varios títulos y mil misterios al momento de su entierro. El había dicho una frase que la historia resignificó como una maldición: "Sin mí, el Benfica no volverá a ganar en Europa". Sucedió luego de su primera salida del club de Lisboa, en 1962. Regresó pronto. Pero el idlio ya no era tal. En la temporada 65/66 -la de su retorno- no pudo darle continuidad al camino glorioso de ese equipo que estaba marcando una época, casi como el Barcelona de los días recientes. Esa campaña, el Sporting -archirrival de la ciudad- se llevó la Liga; el Braga obtuvo la Copa de Portugal. Y en la Copa de Campeones, el Manchester United lo eliminó al Benfica con una goleada histórica: un 5-1 a domicilio para un global de 8-3 en la serie. Béla también estaba preso de su propia maldición.
Desde los días felices de Guttmann nada resultó igual para el Benfica. Como si un fantasma lo abordara en las grandes citas, no paró de perder finales. Mucho se pareció y se parece a una convención aceptada por todos. Esta nota -incluso- nació de la presunción de que el Benfica perdería. Fue propuesta diez minutos antes del desenlace del partido ante Chelsea, con el 1-1 encaminado al alargue. Fue aceptada. Y ahora sucede. Antes del desenlace reciente, hubo otros encuentros decisivos con derrota, incluso en los mágicos 60: en 1963, frente al Milan de Nereo Rocco; en 1964, contra el implacable Inter de Helenio Herrera; en 1968, frente al Manchester United de Matt Busby. Ya sin Eusebio llegaron otras finales y otros tropiezos.
Dos por la actual Champions (en 1988 ante el PSV Eindhoven por penales; y en 1990 frente al Milan de Arrigo Sacchi) y dos por la actual Europa League (en 1983 contra el Anderlecht y ahora, en esta refundación del viejo estigma). Todos las finales tuvieron un rasgo afín: el azar favorable se ausentó antojadizamente. Y para colmo de males, los vecinos del Porto ganaron siete títulos internacionales en ese mismo recorrido; y hasta el Sporting alzó la Recopa en 1964.
Béla fue un paradigma del entrenador trotamundos. Un apasionado capaz de recorrer los caminos más inhóspitos en nombre de abrazar su profesión de técnico. También resultó el dueño de una particularidad que condenó al mejor de sus equipos y a él mismo. Aquella final épica ante el Real Madrid en 1962 parece ahora una mentira bien contada.
Pero aconteció. Y desde entonces y desde su frase ya nada fue igual para Las Aguilas ni para él. Benfica jamás volvió a ganar en Europa y nunca Guttmann volvió a vencer en ninguna de sus escalas posteriores. Aquel técnico que en 1953 había pasado un rato breve por Quilmes dirigió desde aquella conquista memorable a Peñarol de Uruguay, al seleccionado de Austria, al Servette de Suiza, al Panathinaikos del Grecia, al Austria Viena y al Porto de ese mismo Portugal que nunca lo olvidó por razones diversas.
Pero más allá de los mitos y de las creencias también existe otra verdad que tiene que ver con el juego. Y sobre todo con un crack que marcó una época: el inmenso Eusebio, que fue lo mejor que el Benfica le mostró al mundo. El, vestido de rojo, se transformó en estrella universal y en orgullo. Y ahora también en gratitud. El papel, escrito a mano por un anónimo, lució en la estatua a Eusebio hasta que se lo llevó el tiempo o el viento o las dos cosas.
Además de la gratitud de la gente, a Eusebio también lo definen los números y los laureles. La Federación Internacional de Historia y Estadísticas del Fútbol lo ubica en el top de los mejores jugadores del Siglo XX; convirtió más de 500 goles, con un promedio de 0,88 por encuentro; en Europa ganó el Balón de Oro y el Botín de Oro en dos ocasiones; con Benfica, obtuvo las dos Copas de Campeones, once Ligas y cinco Copas de Portugal. Era todo lo que uno de sus apodos contaba: La Perla de Mozambique. "Sin Eusebio es más difícil", dicen a modo de explicación los hinchas de Las Aguilas para explicar este medio siglo de frustraciones en Europa. En los primeros ocho años de Eusebio en Benfica, el club lisboeta accedió a cinco finales de la Copa de Campeones. En el resto de su historia, a sólo dos.
Al escritor Eduardo Galeano le alcanzaron un puñado de frases para definirlo: "Nació destinado a lustrar zapatos, vender maníes o robar a los distraídos. De niño, lo llamaban Ninguém, nadie, ninguno. Hijo de madre viuda, jugaba al fútbol con sus muchos hermanos en los arenales de los suburbios, desde el amanecer hasta la noche. En el Mundial del 66, sus zancadas dejaron un tendal de adversarios por el suelo y sus goles, desde ángulos imposibles, desataron ovaciones de nunca acabar. Fue un africano de Mozambique el mejor jugador de toda la historia de Portugal. Eusebio: altas piernas, brazos caídos, mirada triste". Pero también Eusebio, que parecía mago e irrompible, padeció aquel mensaje devastador de Béla Guttmann.
Aquel chico que se exhibía en la pantalla enorme, su padre, todos los que a su alrededor estaban y hasta el mismísimo Eusebio no lo pueden creer. Ni los que son católicos e imaginaban que un entrenador llamado Jorge Jesús era el predestinado para rescatarlos. A todos ellos, de algún modo, les pesa esa historia ardua e incómoda. Lo saben aunque no lo admitan o no lo quieran admitir. Incluso aunque les duela en lo más profundo de sus corazones de hinchas: el Benfica es el Club de la Maldición. O al menos eso parece.
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