Era el monstruo del convento. De él se reían, a él lo burlaban. Le decían Quasimodo. Su respuesta era el silencio y el llanto a solas en algún rincón en el que nadie lo podía mirar. Franck Ribery ya tenía más de cien puntos cosidos en su cara y en su historia. Un accidente automovilístico lo había puesto en la cornisa de la muerte a los dos años. Antes, cuando nació, sus padres biológicos lo habían abandonado en el convento de las monjas que lo cobijaron.
Nadie, salvo él, conocía su destreza ni su virtud: jugaba a la pelota mejor que todos y tenía una tenacidad que no le cabía en el cuerpo. Aprendió de los dolores y de los desplantes. Su vida se hizo una lucha, una búsqueda entre tropiezos. Tres décadas después del abandono, la UEFA dice que es el mejor de todos los futbolistas de Europa. Sí, Ribery -aquel chico víctima, esta estrella universal- les ganó a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo. En el medio, entre aquellos días bravos y este presente de luces, se construyó a sí mismo a pesar de todo y de todos.
Su cara cuenta las durezas que atravesó. El lo sabe. Y por eso jamás quiso hacerse ninguna de esas operaciones que pretendían ocultar las huellas. Suele decir que esas marcas forjaron su personalidad. A su apodo inevitable lo trajo el destino: el año de su nacimiento, 1983, se estrenó Scarface, el film dirigido por Brian De Palma y protagonizado por Al Pacino. Y ahora, el mundo del fútbol lo conoce también por ese nombre nacido de sus cicatrices. En la niñez era un monstruo despreciado; ahora -crack del Bayern Munich que arrasa- es un monstruo imparable para cada defensa entera que frente a él se para.
Del convento lo echaron por revoltoso. Se quería ir, de todos modos. Prefería jugar al fútbol en las calles desprotegidas de Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia. Otra cuestión del destino: no podría haber nacido en otro espacio de Francia. La región de Pas de Calais -tal como retrata la película Bienvenidos al país de la locura- es un territorio de realismo mágico, de superhéroes incomprendidos, de preciosos locos. Y allí, en aquellos tiempos en los que el fútbol profesional se parecía a una lejanía insoportable, Ribery trabajaba como albañil a cambio de poco dinero. Estaba construyendo su presente, pero sobre todo su futuro.
Los primeros pasos como futbolista los dio en la Union Sportive de Boulogne Côte d'Opal, el equipo de su vecindario. Aquel comienzo lo fue alejando de los ladrillos y el cemento en balde. Jugó dos años en el club, luego pasó sin maravillas por Alès, Brest y Metz. En 2004, llegó al fútbol de Turquía, con la camiseta del Galatasaray. El primer salto lo dio al año siguiente: lo contrató el Olympique de Marsella, se destacó y fue citado por primera vez al seleccionado de su país, con el que resultó subcampeón en el Mundial de Alemania. Tras dos buenas temporadas, encontró su equipo en el mundo: el Bayern Munich. Allí llegó en 2007 y desde entonces no para de ganar y de resultar decisivo. Fueron once títulos en seis años, incluida la reciente Supercopa de Europa ante el Chelsea. Y va por más, parece.
En la historia de Franck hay un personaje clave: su esposa, Wahiba Belhami. Escribió en días recientes el periodista Alvaro del Río, en el diario La Razón de España: "Sin ella, el futuro de Franck Ribéry se habría escrito con otras letras. La carrera deportiva del turbulento futbolista francés hubiera tomado, seguramente, otros derroteros. Y hasta hubiera podido llegar a descarrilar. Wahiba, su mujer, no sólo es su primera y más fiel seguidora.
También el necesario pilar del jugador". Se conocen desde los días bravos de la adolescencia, en Boulogne. Por amor, él se convirtió a la religión musulmana y hasta cambió de nombre: para el Islman él es Bilal Yusuf Mohammed. Por amor, ella le perdonó una infidelidad que se transformó en escándalo y hasta eje de un libro que cuenta la vida privada del futbolista (La cara oculta de Franck Ribery, de los periodistas Matthieu Suc y Gilles Verdez). Por amor, se reconstruyeron a sí mismos.
Ahora, por las calles de Munich, un afiche publicitario cuenta el momento de Ribery: "Bayern hat wieder einen könig". Bayern tiene un rey de nuevo, dice. Y en la imagen aparece él, dueño de la gloria, vestido de rey, con la pelota bajo su pie derecho y un banderín de corner como bastón imperial. El francés es orgullo bávaro. Ya no queda quien lo burle. La campaña impresionante de la que supo participar decisivamente obliga al reconocimiento unánime.
Fue clave en el equipo que dirigía Jupp Heynckess, el de la Triple Corona: en la Bundesliga, obtenida con varios récords en el recorrido, aportó 10 goles y 14 asistencias en 27 encuentros; en la Champions League marcó un gol y ofreció cinco asistencias en 12 presentaciones; también fue el jugador más desequilibrante en la final ante Borussia Dortmund. Más allá de los números, fue imparable en un equipo imparable, capaz de poner de rodillas al Barcelona con dos goleadas y un global de 7-0 en la serie de semifinales.
"Es para mi una noche muy especial. Siempre es lindo ganar un trofeo. Se lo agradezco a los dirigentes del Bayern, a mis compañeros, a los aficionados. También pienso en mi familia, mis hijos y mi mujer". Eso dijo Ribery en el Foro Grimaldi de Montecarlo, al recibir el premio de manos de uno de sus admiradores, Michel Platini, crack francés de todos los tiempos, presidente de la UEFA ahora. Messi, otro de los nominados, estuvo allí con toda la comitiva del Barcelona. Esta vez le tocó aplaudir. Cristiano Ronaldo, el tercero en discordia, no concurrió.
Le hubiera pasado lo de casi siempre en los premios individuales: mirar a los ganadores con bronca disimulada. Entre los 53 periodistas que fueron jurados, el francés recibió 36 votos contra 13 del rosarino y apenas cuatro del portugués de Madeira.
Era ancha la sonrisa de Ribery ahí, entre las luces de Montecarlo que lo señalaban como el premiado. Estaba a gusto, contento, miraba sin revancha. Esos ojos habían visto dolores y enemigos, risas ajenas y maliciosas, oscuridades a solas. Esta vez, el rincón que lo tenía como habitante y protagonista era distinto a aquel de la niñez. Pero las huellas de Scarface estaban ahí para contar su pasado. El premio que levantaba sin jactancia hablaba de su presente. Los aplausos de fondo contaban que él había cambiado el destino que tantos le habían querido señalar.
Nadie, salvo él, conocía su destreza ni su virtud: jugaba a la pelota mejor que todos y tenía una tenacidad que no le cabía en el cuerpo. Aprendió de los dolores y de los desplantes. Su vida se hizo una lucha, una búsqueda entre tropiezos. Tres décadas después del abandono, la UEFA dice que es el mejor de todos los futbolistas de Europa. Sí, Ribery -aquel chico víctima, esta estrella universal- les ganó a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo. En el medio, entre aquellos días bravos y este presente de luces, se construyó a sí mismo a pesar de todo y de todos.
Su cara cuenta las durezas que atravesó. El lo sabe. Y por eso jamás quiso hacerse ninguna de esas operaciones que pretendían ocultar las huellas. Suele decir que esas marcas forjaron su personalidad. A su apodo inevitable lo trajo el destino: el año de su nacimiento, 1983, se estrenó Scarface, el film dirigido por Brian De Palma y protagonizado por Al Pacino. Y ahora, el mundo del fútbol lo conoce también por ese nombre nacido de sus cicatrices. En la niñez era un monstruo despreciado; ahora -crack del Bayern Munich que arrasa- es un monstruo imparable para cada defensa entera que frente a él se para.
Del convento lo echaron por revoltoso. Se quería ir, de todos modos. Prefería jugar al fútbol en las calles desprotegidas de Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia. Otra cuestión del destino: no podría haber nacido en otro espacio de Francia. La región de Pas de Calais -tal como retrata la película Bienvenidos al país de la locura- es un territorio de realismo mágico, de superhéroes incomprendidos, de preciosos locos. Y allí, en aquellos tiempos en los que el fútbol profesional se parecía a una lejanía insoportable, Ribery trabajaba como albañil a cambio de poco dinero. Estaba construyendo su presente, pero sobre todo su futuro.
Los primeros pasos como futbolista los dio en la Union Sportive de Boulogne Côte d'Opal, el equipo de su vecindario. Aquel comienzo lo fue alejando de los ladrillos y el cemento en balde. Jugó dos años en el club, luego pasó sin maravillas por Alès, Brest y Metz. En 2004, llegó al fútbol de Turquía, con la camiseta del Galatasaray. El primer salto lo dio al año siguiente: lo contrató el Olympique de Marsella, se destacó y fue citado por primera vez al seleccionado de su país, con el que resultó subcampeón en el Mundial de Alemania. Tras dos buenas temporadas, encontró su equipo en el mundo: el Bayern Munich. Allí llegó en 2007 y desde entonces no para de ganar y de resultar decisivo. Fueron once títulos en seis años, incluida la reciente Supercopa de Europa ante el Chelsea. Y va por más, parece.
En la historia de Franck hay un personaje clave: su esposa, Wahiba Belhami. Escribió en días recientes el periodista Alvaro del Río, en el diario La Razón de España: "Sin ella, el futuro de Franck Ribéry se habría escrito con otras letras. La carrera deportiva del turbulento futbolista francés hubiera tomado, seguramente, otros derroteros. Y hasta hubiera podido llegar a descarrilar. Wahiba, su mujer, no sólo es su primera y más fiel seguidora.
También el necesario pilar del jugador". Se conocen desde los días bravos de la adolescencia, en Boulogne. Por amor, él se convirtió a la religión musulmana y hasta cambió de nombre: para el Islman él es Bilal Yusuf Mohammed. Por amor, ella le perdonó una infidelidad que se transformó en escándalo y hasta eje de un libro que cuenta la vida privada del futbolista (La cara oculta de Franck Ribery, de los periodistas Matthieu Suc y Gilles Verdez). Por amor, se reconstruyeron a sí mismos.
Ahora, por las calles de Munich, un afiche publicitario cuenta el momento de Ribery: "Bayern hat wieder einen könig". Bayern tiene un rey de nuevo, dice. Y en la imagen aparece él, dueño de la gloria, vestido de rey, con la pelota bajo su pie derecho y un banderín de corner como bastón imperial. El francés es orgullo bávaro. Ya no queda quien lo burle. La campaña impresionante de la que supo participar decisivamente obliga al reconocimiento unánime.
Fue clave en el equipo que dirigía Jupp Heynckess, el de la Triple Corona: en la Bundesliga, obtenida con varios récords en el recorrido, aportó 10 goles y 14 asistencias en 27 encuentros; en la Champions League marcó un gol y ofreció cinco asistencias en 12 presentaciones; también fue el jugador más desequilibrante en la final ante Borussia Dortmund. Más allá de los números, fue imparable en un equipo imparable, capaz de poner de rodillas al Barcelona con dos goleadas y un global de 7-0 en la serie de semifinales.
"Es para mi una noche muy especial. Siempre es lindo ganar un trofeo. Se lo agradezco a los dirigentes del Bayern, a mis compañeros, a los aficionados. También pienso en mi familia, mis hijos y mi mujer". Eso dijo Ribery en el Foro Grimaldi de Montecarlo, al recibir el premio de manos de uno de sus admiradores, Michel Platini, crack francés de todos los tiempos, presidente de la UEFA ahora. Messi, otro de los nominados, estuvo allí con toda la comitiva del Barcelona. Esta vez le tocó aplaudir. Cristiano Ronaldo, el tercero en discordia, no concurrió.
Le hubiera pasado lo de casi siempre en los premios individuales: mirar a los ganadores con bronca disimulada. Entre los 53 periodistas que fueron jurados, el francés recibió 36 votos contra 13 del rosarino y apenas cuatro del portugués de Madeira.
Era ancha la sonrisa de Ribery ahí, entre las luces de Montecarlo que lo señalaban como el premiado. Estaba a gusto, contento, miraba sin revancha. Esos ojos habían visto dolores y enemigos, risas ajenas y maliciosas, oscuridades a solas. Esta vez, el rincón que lo tenía como habitante y protagonista era distinto a aquel de la niñez. Pero las huellas de Scarface estaban ahí para contar su pasado. El premio que levantaba sin jactancia hablaba de su presente. Los aplausos de fondo contaban que él había cambiado el destino que tantos le habían querido señalar.
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