19 de mayo de 2016

Sobre la belleza, la incertidumbre y la mediocridad del fútbol.

"Mucha gente necesita que el fútbol se acerque a la mediocridad porque ahí se siente cómoda". La frase no es mía. Me la dijo un amigo hace apenas unos días, durante una charla a la distancia, y mientras me quedaba rebotando en la cabeza, el fútbol internacional de la última semana me iba brindando argumentos para constatar su validez.

Por un lado, el título logrado por Paris Saint-Germain en Francia, nada menos que ocho fechas antes de terminar el torneo, que reavivó entre nosotros el debate acerca de la verdadera dimensión de algunas ligas europeas y su comparación con el mayor equilibrio existente en el fútbol de entrecasa. Por el otro, los vaivenes de la eliminatoria entre Bayern Munich y Juventus, que sacaron a la luz el nivel de desprecio que genera Josep Guardiola, o en realidad sus éxitos, en determinados ámbitos.

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"Son gente que odia la armonía y la belleza", decía mi amigo para redondear su idea. Y solo por ese costado, o quizás por pura envidia, se puede explicar que tantos celebraran por anticipado durante muchos minutos el triunfo de una propuesta exactamente contraria a esos valores para decepcionarse con la clasificación final de los alemanes. Cuando un entrenador o un equipo se escapan de los estándares surge un nutrido grupo de aficionados y periodistas que esperan y se regocijan con su derrota. Parece inevitable, y seguramente volveremos a verlo en la próxima etapa de la Liga de Campeones.

El tema de la competitividad en algunos torneos europeos merece, en cambio, un análisis más amplio. La percepción de que los campeonatos dominados de manera autoritaria por uno o dos equipos son aburridos lleva ya un tiempo instalada entre nosotros. Y desde ya hay que decir que se trata de una idea simplista, que implica no apreciar el juego.

Es cierto que la incertidumbre es uno de los pilares en los que se apoya el atractivo del fútbol. El hincha acude a la cancha motivado por el deseo de ganar, y no resulta nada simpático que un torneo se convierta en previsible. Que el PSG obtenga la liga por más de 20 puntos de diferencia no es positivo ni siquiera para el propio PSG, porque desmerece su conquista. Incluso obliga al club a descartar a jugadores de su plantel tan válidos como el Pocho Lavezzi, impulsándolos a aceptar ofertas de mercados exóticos como China, donde se puede cobrar sustanciosas sumas de dinero al precio de "desaparecer" del escaparate del fútbol grande.

Pero el caso del campeón francés, sustentado en un nivel de inversión económica muy dispar respecto al resto de equipos, no es equiparable a lo que sucede en Alemania y España, tal vez los países donde estén más cerca de encontrar "el producto perfecto". Porque más allá del dominio que ejerzan, el Barcelona -una excepción en la Historia del fútbol por continuidad y vigencia que debe ser tratada como tal- y el Bayern Munich han logrado, por sobre todas las cosas, potenciar el desarrollo del juego en sus respectivas ligas.

Antes que nada, esta clase de equipos provocan curiosidad, ganas de preguntarse cómo hacen lo que hacen, motivación para estudiarlos, contrarrestarlos (si uno es entrenador rival) y finalmente copiarlos en la medida de lo posible. Por eso, no es casual que el Sevilla, el Atlético de Madrid, el Villarreal o el Athletic de Bilbao de un lado; y el Borussia Dortmund, el Bayer Leverkusen o el Borussia Mönchengladbach del otro, hayan mejorado su nivel y cuenten con jugadores que manejan tantos conceptos futbolísticos como los conjuntos que gobiernan sus torneos, aunque queden eclipsados por la mayor riqueza individual del Barça y el Bayern.

Hablar de nivel de juego implica sumar factores como el dominio de los conceptos defensivos y ofensivos, el conocimiento táctico suficiente para adecuarse a las circunstancias que puede ofrecer un partido, y por supuesto, la destreza con la pelota, tanto individual como colectiva. Hoy, cualquier equipo alemán reduce espacios y achica hacia adelante, porque sus futbolistas han evolucionado desde aquel estilo rudo y físico que caracterizó históricamente al país: en la actualidad todos entienden el juego, y por eso no sorprende que hablemos del fútbol campeón del mundo.

En términos abstractos, la calidad general debería mejorar cuanto mayor sea el equilibrio y la competitividad. Pero la paridad no es "la madre de todas las virtudes", sino un valor agregado al contenido. Si lo que vemos en un torneo son futbolistas que corren, chocan y se lesionan mientras la pelota va por el aire; es decir, si se juega mal, el tedio termina ganándole a la incertidumbre de que alguna jugada aislada acabe en gol.

Mirado desde esa perspectiva es que el fútbol argentino deja de ser ese producto tan atractivo como puede parecer a primera vista. Por supuesto existen atenuantes para explicar la realidad. No se puede esperar un gran desarrollo del juego si los equipos se desarman cada seis meses, acuciados por su necesidad exportadora y tentados por el potencial económico de otros mercados. Incluso a pesar de que ahora haya una saludable corriente de técnicos que buscan la eficacia -es decir, ganar- con modelos que permiten disfrutar de un juego más armónico, en el que se ataca y se defiende pensando en conjunto.

Más aún, el sistema en su totalidad no arropa el trabajo de los entrenadores. Debemos mirar nuestro campeonato dentro de nuestra complejidad. El futbolista argentino surge de un contexto donde la organización es deficiente, los dirigentes son hinchas, en cada rincón manda la histeria y existe un tipo de periodismo vanidoso que parece estar a la espera de que alguien se equivoque en salir jugando para dejarlo mal parado durante toda la semana.

Entonces, nos quedamos en un "quiero y no puedo", encallados en una realidad que simplemente no admite comparación con la que se vive en las grandes plazas europeas porque son coyunturas diferentes, dos tipos de fútbol distintos. Ellos se llevan y promueven la excelencia; a nosotros nos queda la paridad competitiva.

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3 de mayo de 2016

En el nuevo Camp Nou del Barcelona entrarán 105 mil personas.

La casa de Messi será remodelada a partir de 2017 y estará lista para 2021.
El estudio de arquitectura japonés Nikken Sekkei se encargará de las obras de renovación del Camp Nou, el estadio de Barcelona, que deben empezar durante la temporada 2017-2018, según anunció el club anoche.
El proyecto, que debería culminarse en la temporada 2021-2022, aumentará la capacidad del escenario de 99.350 localidades a 105.000, instalará una cubierta de 47.000 metros cuadrados que cubrirá todos los asientos y mejorará los accesos y la comodidad de las localidades, haciéndolas más espaciosas.
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También incrementará la inclinación del estadio, actualmente muy abierto, para mejorar la visibilidad desde todas las localidades y se renovará los espacios dedicados a la restauración, según el comunicado enviado por el club. La renovación del Camp Nou, inaugurado en 1957, forma parte del proyecto "Nuevo Espacio Barça" con el que el club pretende modernizar las instalaciones anexas al estadio.
Las obras, aprobadas en un referéndum en 2014, tienen un presupuesto provisional de 600 millones de euros, de los que inicialmente unos 420 se deben destinar a la renovación del estadio.

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