29 de marzo de 2013

Raymond Kopa el minero que supo ser el Messi de los años 50.

El francés Raymond Kopa fue uno de los grandes cracks de los años 50. En la adolescencia, perdió un dedo trabajando en una mina. El accidente lo acercó defininitivamente al fútbol. Fue figura del Stade de Reims y del Real Madrid. En 1958, ganó el Balón de Oro.
Nicolás Sarkozy aún no había cumplido un año como presidente de Francia. Tenía, todavía, la sonrisa con la que había seducido a muchos votantes y a Carla Bruni. La misma sonrisa que ofrecía en cada evento que -por esos días- le permitían sostener su popularidad. 

En aquella mañana de 2008, en el Palacio del Eliseo, la residencia del Jefe de Estado, un homenaje estaba sucediendo: Raymond Kopa -crack de los años 50, crack sin tiempo- miraba con ojos ajenos esa celebración en la que el centro de la escena le pertenecía. El país para el que había ofrecido goles, talento, destrezas, gambetas de las mejores y magias sin olvido lo estaba condecorando: para él era el brillo de esa medalla de Oficial de la Legión de Honor. 

El hijo de inmigrantes polacos (Kopa es la abreviatura de su apellido de la cuna, Kopaszewski) , aquel obrero de las minas de carbón en los días de la adolescencia, escuchó elogios, reverencias y anécdotas de su recorrido de leyenda. Casi tanto como cuando en 1958 se recibió de estrella universal por su notable participación en el Mundial de Suecia y por ese Balón de Oro que tanto merecía y que ganó. En el tributo estaba el entonces presidente de la Federación Francesa de Fútbol, Jean-Pierre Escalettes. Aplaudió hasta que se le rompieron las manos. Se acordaba, como muchos de su edad, de aquella juventud en la que casi todos se querían parecer a ese futbolista de tamaño pequeño y juego enorme.
 En cada club en el que estuvo brindó lo mismo a cambio de lo mismo: deleite por ovaciones. Fue el Messi de los años 50, incluso a la sombra de su querido compañero Alfredo Di Stéfano. Estuvo durante cuatro años en el podio de los mejores jugadores de Europa, entre 1956 y 1959. Una vez fue oro, una plata y dos bronce. En esos años ya jugaba en el mejor Real Madrid posible, tiempos de galácticos con salarios terrenales. Ganó dos Ligas de España y tres Copas de Campeones (sí, la Champions League de ahora). 

Pero antes y después de su pionera excursión a España siguió siendo figura de una institución que lo ubica en el pedestal de su vida mítica, el Stade de Reims. Durante sus dos ciclos (el primero, tras su paso inicial por el Angers; el segundo, ya en los años 60) ganó cuatro campeonatos de Francia. Y algo más: el reconocimiento para siempre. La Casa Blanca de Madrid lo coloca oficialmente entre las leyendas de su historia de éxitos. Y lo define, también: "Su regate en corto y su inteligencia futbolística fueron sus mejores virtudes. Si a todo esto se suma su capacidad para poder jugar en distintas posiciones, siempre ofensivas, a nadie extraña que Kopa otorgara al Madrid una capacidad goleadora impresionante".

A su aporte al seleccionado de Francia lo retrata un apodo: tras un partido frente a España, el periodista inglés Desmond Hackett, a consecuencia del tamaño mínimo y la influencia máxima de Kopa, lo bautizó como "El Napoleón del fútbol". Y así se llamó desde entonces. En el Mundial de 1958 realizó la mejor campaña del seleccionado galo hasta la obtención de la Copa del Mundo que se disputó cuarenta años después, de local, ya con Zinedine Zidane como la cara más visible. Fueron diez años vestido de azul (desde 1952 hasta 1962) en los que brindó 18 tantos en 45 encuentros. En 2011, la UEFA le entregó el mayor galardón honorífico -el Premio del Presidente- a Kopa. Just Fontaine, su mejor socio en el equipo nacional, agregó algunas palabras a la ocasión: "Quiero felicitar a Michel Platini por tener la iniciativa de honrar a uno de nuestros más gloriosos jugadores, porque Kopa es inngablemente uno de ellos". No era una referencia cualquiera; sino la de quien -quizá- mejor lo conocía. 

 Cuando el cielo del fútbol lo abrazó a Kopa, ya nadie se acordaba de que había perdido un dedo trabajando en la zona minera de Pas-de-Calais y que ese accidente lo terminó acercando definitivamente al deporte. Pero en ese evento reciente del homenaje de la UEFA, él sí recordó aquellos días: "Siempre jugaba en categorías superiores a mi edad. Cuando era Sub 17, ya estaba jugando en tercera división con el Noeux-les-Mines. El ingeniero jefe del área tres en la que yo trabajaba también era el presidente del equipo, pero no hizo nada para ayudarme en mi carrera de futbolista". Raymond se construyó a sí mismo.

En ocasión de la entrega del último Balón de Oro, en este enero, Kopa fue entrevistado a modo de presentación de la Gala de la FIFA. Le preguntaron por un detalle que no pasa inadvertido: la comparación con Messi. "Hay semejanzas. Medimos exactamente lo mismo y mis puntos fuertes eran el regate, la rapidez en la ejecución y la precisión. ¡Es un honor que me comparen con él!", expresó. Y también se refirió a la constelación de estrellas del Barcelona: "Dicen que el Barcelona de hoy es un poco como el Reims de ayer. Pero le puedo decir que mi Real Madrid era al menos tan bueno como este Barça. Yo sólo perdí un partido en tres años con el Madrid. Es verdad que no pudimos elegir otro encuentro peor para perder, porque fue contra el Atlético de Madrid, por 1-0. Pero, bromas aparte, éramos imbatibles en aquellos años". Quienes mucho conocen y mucho vieron sostienen que era -por las particularidades de su juego- el más parecido al inmejorable crack rosarino.
 
Su talento era inagotable. Y trascendía ambientes, escenarios y camisetas. También, al paso del tiempo. En agosto de 1973, seis años después de su retiro, Fontaine -entonces entrenador del Paris Saint Germain- lo invitó a jugar un partido para su equipo frente a un rival regional. Su actuación fue un asombro para todos, incluso para el protagonista: gambeteó como para desmentir sus 42 años e hizo tres goles. Esa participación abrió una puerta: le ofrecieron volver al fútbol. Pero no. Con la prudencia de siempre dijo que ya había ofrecido todo lo que podía ofrecer. A esa altura, no quedaban muchos que lo compararan con Garrincha. Sin embargo, todos comprendieron entonces que seguía siendo un artista sobre el césped. Incluso capaz de vencer al almanaque.

Más allá del terreno de juego, tenía otras inquietudes. Las había heredado de los tiempos bravos de la adolescencia, de aquellos días de manos lastimadas y curtidas por el trabajo arduo. También de su padre y de su abuelo, dos laburantes de las minas del norte francés. Entendía como natural la defensa de los derechos de los trabajadores. E interpretaba a los futbolistas de ese tiempo como tales. En nombre de eso militó. Hasta finales de los años sesenta los jugadores pertencían a los clubes para siempre. El club amo y señor; el club dueño perpetuo. No le gustaba esa situación. No le parecía justa. Y junto a Fontaine -otra vez Fontaine- tomaron una decisión que fue un hito y modificó el modo de vincularse entre los futbolistas y las instituciones: fundó el sindicato de jugadores profesionales francés (en la actualidad conocido como la Unión Nacional de Futbolistas Profesionales, UNFP) e impulsó el contrato temporal entre las primeras decisiones. Afuera del campo también dejó su huella.

Ganó medallas, los títulos más valiosos, condecoraciones, copas de todo tipo, distinciones especiales. En el año 2000, el diario francés L'Equipe lo señaló como uno de los tres mejores futbolistas franceses de todos los tiempos (el top 5 lo completaban Platini, Zidane, Thierry Henry y Fontaine). En 2004 la máxima entidad del fútbol lo ubicó en su ranking FIFA 100, que incluía a los 123 mejores jugadores vivos. Entre esos dos reconocimientos hubo una noticia que se difundió mucho menos. Kopa -pequeño inmenso- estaba vendiendo parte de sus vitrinas de gloria en nombre de otra búsqueda: colaborar en la lucha contra el cáncer. El dolor por la muerte de su hijo -en tiempos del Real Madrid- le había enseñado de un solo golpe que a veces los trofeos son apenas eso.
 
 
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28 de marzo de 2013

Heleno de Freitas infiernos y paraísos del primer playboy de los años cuarenta.

El brasileño Heleno de Freitas fue uno de los grandes cracks de los años cuarenta. Abogado, millonario, mujeriego y proclive a los excesos, fue ídolo en el Botafogo y en Junior de Barranquilla. También tuvo un fugaz paso por Boca. Una neurosífilis lo mató a los 39 años.

El sol resulta hostil en el verano del sur carioca. En la ensenada de Botafogo, sobre la Bahía de Guanabara, un hombre que parece exagerado invita a repasar la vida de un personaje al que alguna vez -cuando ya no estaba- lo compararon con Pelé. Era capaz de todo, decían. Y dicen. Al día siguiente de una noche con todos los excesos podía convertir goles para guardar en cada memoria. Mujeriego y alcohólico; abogado y políglota. Irreverente y pendenciero; mago y arquitecto de las mejores jugadas.

Campeón sin títulos, Heleno de Freitas fue uno de los cracks más asombrosos de la historia. Adentro de la cancha, con ese repertorio colmado de maravillas. Y afuera, con sus propios infiernos que lo terminaron condenando pronto. Su vida, como su juego, fue puro frenesí. Aunque falleció hace poco más de 53 años, ahora, en las calles de Río de Janeiro, en esos rincones en los que se respiran fútbol y nostalgias, su nombre aparece como el de esas leyendas que atraviesan los tiempos. Son murmullos que se van haciendo mitología entre los que lo vieron jugar y los que escucharon que jugó.
  Heleno no quería ser Heleno. Fue barrilete de su destino. Desde el comienzo. El escritor Antonio Falcao retrató alguna vez el surgimiento del futbolista con una anécdota: Prancha -un poco entrenador, un poco filósofo sin acreditación, un poco loco- se instalaba detrás de un mostrador de naranjas como si fuera un vendedor en la playa de Copacabana. Su modo de captación de jóvenes promesas era novedoso: a cada niño le lanzaba una fruta, miraba cómo la detenía y determinaba si era estrella o estrellado. "Heleno de Freitas, mineiro de 12 años, amortiguó la naranja en el muslo, la dejó caer en el pie, hizo malabarismos, la levantó a la cabeza, la trajo de vuelta al pie, pasando por un control de tacón", relata Falcao. Un crack inversosímil estaba naciendo. Lo que siguió fue el vertiginoso recorrido de un talentoso lastimado por sus propios abusos.
 
"Yo no soy jugador de fútbol, soy jugador del Botafogo", decía, orgulloso, aunque luego el tiempo y otras cuestiones lo llevaron de paseo por clubes diversos. Sin embargo, siempre fue patrimonio del Fogão. Casi por naturaleza. No había otro lugar en el que encajara mejor. Bohemio, encantador, atorrante. Fue un determinismo: los artistas suelen volcar su simpatía por la institución de la Estrela Solitaria. Augusto Frederico Schmidt era poeta y fue presidente a principios de los años 40. Botafogo es el representante carioca del carácter lúdico de este deporte, del fútbol más allá de los vitrinas que muestran consagraciones, del equipo como mensaje. Vinicius de Moraes lo comentó alguna vez: "En Río, la formación de la identidad pasa también por la elección del equipo. Un poeta, fiel a su infancia, elige a Botafogo".  No podía ser de otro modo: era el club de Heleno.
  Fumaba muchísimo, tenía problemas con las drogas, era capaz de perderse en una noche de casino cuatro sueldos juntos. También leía mucho y frecuentaba a los intelectuales de la época. Heleno parecía vivir varias vidas en una sola. En el fútbol, despreciaba la tarea de los árbitros, de los entrenadores y de los dirigentes. Todo en uno. Todo en él. Todo a velocidad supersónica. Cuando el escritor Paulo Mendes Campos definió al Botafogo parecía estar refiriéndose al crack: "Un niño perdido en el poético dramatismo del fútbol".

El periodista Armando Nogueira, que mucho sabía de Heleno y más de las palabras, contó: "El fútbol, fuente de mis angustias y alegrías, me reveló a Heleno de Freitas, la personalidad más dramática que conocí en los estadios de este mundo". Nogueira también interpretaba que el Príncipe Maldito había nacido para el Fogão: "Botafogo es bastante más que un club; es una predestinación celestial". Heleno jugó allí nueve temporadas e hizo 209 goles en 235 encuentros. Pero nunca fue campeón, más allá de su juego estelar. Cuando se fue a Boca, el equipo carioca terminó la temporada festejando. Algo parecido le sucedió en el seleccionado brasileño. Se lució, generó adhesiones múltiples (las mujeres, por ejemplo, iban a verlo exclusivamente a él), fue el máximo anotador de la Copa América en 1945, pero no ganó ni un Sudamericano.
   
Su historia parece un rompecabezas al que siempre le faltan piezas. Heleno es inabarcable. Eduardo Galeano lo contó en un puñado de palabras: "Tenía estampa de gitano, cara de Rodolfo Valentino y un humor de perro rabioso. En la cancha, resplandecía". Su origen era una excepción para los futbolistas de ese tiempo: procedía de una familia acaudalada y distinguida. Marcos Eduardo Neves, quien escribió una biografía sobre el futbolista, lo observa como "un jugador temperamental, guapo, millonario y elegante". Estaba casado con la hija de un diplomático y tenía un hijo, Luiz Eduardo. También le señalan mil romances extramatrimoniales. Quienes abordaron en profundidad sus tropiezos narran que, en su paso por Boca en 1948, mantenía un cercano vínculo con varias de las grandes protagonistas de la época. Tenía debilidad por rubias y famosas. Sucedió lo mismo en Colombia. Su profuso recorrido de alcobas no tenía fronteras.
En Barranquilla adoptó la condición de superhéroe. Andrés Salcedo -autor del libro El día en que el fútbol murió- lo comentó en una entrevista con el diario El Espectador: "Fue el primer gran ídolo deportivo que tuvo la ciudad. El primer futbolista al que se le perdonaron hasta los malos partidos y los excesos en su vida privada". La biografía novelada que escribió alrededor de Heleno nació de un detalle: "Llevaba mucho tiempo contándome a mí mismo esa historia, que fui enriqueciendo en mi mente a lo largo de los años. Pero la escena que dio origen a la novela siempre estuvo ahí, entre mis recuerdos de infancia: la llegada de Heleno de Freitas a mi barrio en su lujoso automóvil..." Gabriel García Márquez también lo ofreció como tema de sus columnas. Y la mítica revista Crónica lo puso en la portada de su primer número. La admiración se transformó en homenaje al partir: le dedicaron una estatua.
En el fútbol argentino jugó poco y no tan bien. Sus números: 17 partidos y 7 goles. Los diarios de esos días repetían: "No se adaptó".

 El periodista Federico Kotlar cuenta en esta redacción una anécdota que heredó de alguna charla familiar: Heleno jugaba invariablemente engominado y muy prolijo. Parecía ajeno al estilo luchador y barrero que caracterizaba a Boca. Entonces, en algunas ocasiones, en la Bombonera los hinchas solían gritarle: "Dale, Heleno, cabeceá que no te vas a despeinar". Para molestarlo, le decían "Gilda", como el personaje de Rita Hayworth. Era el precio que pagaba por su irascibilidad y cierta coquetería. Su paso fugaz no dejó huellas. Se fue en 1949 a Brasil, donde salió campeón con Vasco da Gama. Fue su única vuelta olímpica. Ese mismo año, partió a Colombia. Cuando regresó a Brasil, en 1950, sólo quedaban los retazos del crack. Probó sin éxito jugar en Santos. Y se retiró en América de Río de Janeiro. A esa altura, las mujeres ya no iban a verlo a los estadios.

Decían que había perdido glamour y belleza.
 La película Heleno, estrenada en 2011, lo muestra como el primer playboy del fútbol. "Era un vanguardista, su comportamiento era muy abierto para la época... Eso confrontaba con su alma atormentada", lo describió el director José Henrique Fonseca. Rodrigo Santoro -el actor encargado de llevar adelante el personaje- expresó, en ocasión del Festival de Cine de Cartagena del año pasado: "Gracias a la ficción, hice realidad un sueño de niño: ser futbolista, como Heleno. Me pareció una bella historia porque él es patrimonio del fútbol brasileño. Es un ícono popular del folclore de mi país. Y tuvo una importancia histórica en el deporte mundial". A Santoro la crítica lo aprobó. Antes, en los festivales de Lima y de La Habana, se había llevado el premio al mejor actor. Seis décadas después de su gloria, Heleno seguía en escena.
 
Había nacido en São João Nepomuceno, en 1920. Vivió como quiso y como pudo. Entre los extremos de su talento y de sus desvaríos. Atravesó, sin paz, todas las sensaciones. Se devoró la vida. Y viceversa. Quería ser el mejor de un deporte para el que estaba predestinado, pero del que despreciaba casi todo. Menos la pelota, la más fiel de sus compañías. Pagó su desmesura con intereses y recargos. Le detectaron neurosífilis en el hospital Santa Clara de Belo Horizonte. En breve, lo internaron en un manicomio de Barbacena, en Minas Gerais. La muerte lo encontró rápido. Estaba solo. A los 39 años, en noviembre de 1959, falleció. Cuentan que la enfermedad no le permitió percibir que -en el Mundial de Suecia- Brasil se había tomado revancha de aquel Maracanazo que tanto le había dolido. Ya estaba atrapado en su último infierno. Antes, con esa locura de fútbol bien jugado se había ganado el paraíso.
 
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27 de marzo de 2013

Josef Bican el vienés de los 1.500 goles

Josef Bican convertía más que Messi: su promedio de tantos por partido es el mejor de la historia. Jugó para Austria y Checoslovaquia, pero la Segunda Guerra le impidió mostrarse al mundo.

Las escenas suceden en esos rincones donde el fútbol habita: una tribuna, un entrenamiento, una redacción de la Sección Deportes, un diálogo entre esos amigos que casi no hablan de otra cosa que de los partidos del fin de semana. "¿Quién? No, nada". Se repite la frase, a modo de respuesta a una pregunta que representa asombro: "¿Sabés quién fue un tal Bican?". Uno, dos, tres, diez, muchos más. Nadie sabe. Algún integrante del Centro para la Investigación de la Historia del Fútbol (CIHF) ofrece un par de referencias.

Y cuenta que tiene muchos datos por buscar y por revisar. La impresión inicial se hace certeza: Josef Bican es un auténtico desconocido en esta parte del mundo donde nacieron Maradona y Messi. Pero sus datos lo transforman en un futbolista inmenso y su historia lo convierte en un personaje atractivo por donde se lo mire. Para empezar: hacía -en promedio- más goles que el crack rosarino y que Pelé. Según la IFFHS, convirtió 518 goles en 341 partidos de Primera División entre 1931 y 1955. Es decir que este vienés nacido en 1913 (en tiempos del Imperio Austrohúngaro) garantizaba tres goles cada dos encuentros. Sí, un gol por hora.

El diario El Mundo, de España, recorrió en días recientes los récords a los que Messi podía aspirar. Y allí estaba, claro, el gran Josef. Bastante antes de la llegada oficial del Botín de Oro a Europa (en la temporada 67/68), Bican había conseguido lo que nadie antes ni después: ser el máximo anotador continental durante cinco temporadas sucesivas, entre 1940 y 1944. Jugó en el Rapid de Viena y en el Admira Wacker, ambos de Austria. Luego fue al país que lo abrazó como propio: la entonces Checoslovaquia. Y allí anotó 395 tantos en 217 encuentros para el Slavia Praga. Ir a verlo en esos casi doce años (del 37 al 48) era una cita con sus goles. La leyenda que atravesó los tiempos sostiene que Bican era imparable, un adelantado a su tiempo, capaz de convertir 9 de cada 10 posibilidades de gol que se le presentaran. Eficacia pura.

El escritor Josef Pondelik lo retrató en un libro cuyo título es una definición: Bican pět tisíc gólů (Bican, cinco mil goles). Una preciosa exageración que incluye cada grito desde su infancia hasta el día en el que decidió retirarse, ya a los 47 años, cuando jugaba para equipos menores. Algunos datos parecen salidos de algún cuento de Juan Villoro o de Osvaldo Soriano: en abril de 1944, le convirtió nueve goles al SK Pilsen; luego, en los diez partidos siguientes, marcó siete en cada uno. En la Segunda División, con la camiseta del Hradec Kralové, hizo once tantos en noventa minutos. El periodista español Miguel Vidal publicó alguna vez una estupenda entrevista al crack de los récords inverosímiles. Le preguntó si exageraban con eso de los cinco mil goles. Bican respondió sin inhibiciones, convencido: "En absoluto. En toda mi carrera marqué, efectivamente, cinco mil goles. Tengo entendido que Pelé, contándole los de los entrenamientos, mil quinientos. Eso me lleva a pensar que entre Pelé y yo no hay color. Y eso que la Segunda Guerra Mundial me robó siete años buenos, cuando estaba en mi mejor forma. ¿Qué cuántos goles habría marcado en estos siete años? Pues seguramente una cifra respetable". Lo decía en serio.

Pepi (como lo llamaban desde los tiempos de la niñez, esa de ropas repetidas y despojada de cenas pantagruélicas) tenía una capacidad que aprovechó como casi nadie: su velocidad. Excedía cómodamente a la media de los futbolistas de su tiempo. Se parecía más a la de un atleta olímpico. En los 100 metros podía obtener un registro de 10,8 segundos. Sirve el detalle comparativo: en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, Jesse Owens ganó la medalla de oro -con récord incluido- al alcanzar la marca de 10,3 segundos. La necesidad le dio el resto: por falta de botines o zapatillas -de dinero, en definitiva- solía jugar descalzo. Y así, la sensibilidad para manejar la pelota y patear creció de manera notable. La combinación fue perfecta: talento de cuna, hambre de gloria y constancia aprendida.

Todas esas virtudes las puso al servicio de dos seleccionados, el de Austria y el de Checoslovaquia. En ambos ofreció lo que de él se esperaba: goles. Hizo 19 tantos en 19 partidos para los austríacos y 12 en 14 para los checoslovacos. En su primera experiencia fue parte de un seleccionado memorable, el Wunderteam. La idea de aquel equipo estelar, dominador de los años 30, la explicó varias veces su entrenador Hugo Meisl: "Antes que incluir a un futbolista torpe, prefiero jugar con diez". Bican encajó muy bien en aquel grupo de talentosos que lideraba desde adentro del campo de juego Mathias Sindelar, ese crack al que los apodos lo calificaban (le decían "Mozart" y/o "El Bailarín de Papel"). Así, con esos compañeros, Pepi se dio un gusto grande: jugar el Mundial de 1934. Austria era una de los candidatos. Pero las rudezas de los italianos (adentro del campo de juego y también fuera de él, en aquellos vestuarios que vistaba Benito Mussolini) detuvieron el paso del equipo de Bican en las semifinales. Con aquel cuarto puesto se cerró el recorrido del delantero de los cinco mil goles en la historia de las Copas del Mundo. Se perdió por poco el Mundial de 1938. Y la Segunda Guerra le quitó la posibilidad de mostrarse al mundo. Ya finalizados los horrores, Bican seguía haciendo goles como si su vida pasara exclusivamente por el arco ajeno. Juventus, que necesitaba contrarrestar la gloria de Il Grande Torino de los años 40, fue a buscarlo. No quiso. Lo impulsaron cuestiones afectivas. Y -cuentan- también polìticas.
 
Creía en un mundo sin totalitarismos. Se negó a afiliarse al Partido Nacional Socialista, en tiempos de Adolf Hitler, y no quiso ser parte tampoco del Partido Comunista, que impartía rigores en Checoslovaquia. Era -eso sí- muy apegado a su familia. Y muy querido.

Dos anécdotas así lo retratan. La primera: en tiempos de la adolescencia, en esos partidos en los que los rivales lo miraban pasar y los goles nacían de sus pies, más allá de que solía enfrentarse a chicos más grandes (de edad y de tamaño), a Josef le pegaron más que lo habitual. Su madre, Ludmila, se enojó. Aguantó la bronca hasta el final del partido. Pero al ver tan golpeado a Pepi, reaccionó: le dio un paraguazo al más arduo de los oponentes. No le gustaba que se metieran con ese niño veloz, su hijo. La segunda: su llegada al Slavia Praga surgió de una necesidad ajena (o no tanto). Su abuela  vivía en condiciones precarias en Sedlice, un pequeño pueblo de la región de Bohemia. Se fue a ayudarla. Enseguida se probó en el Slavia. Los goles llegarían en breve.

Su magnitud se explica con un detalle poético: en la estatua de piedra que le rinde tributo perpetuo en el cementrrio Vyšehrad, de Praga, nunca faltan flores de aquellos que jamás lo vieron jugar. El día de su fallecimiento, en diciembre de 2001, la periodista Ivana Vonderkova lo evocó: "Al morir Josef Bican, abandona este mundo un futbolista de dotes extraordinarias, que consagró toda su vida al balompié. Su actuación en el campo deportivo era comparable a la de un excelente actor en un escenario teatral. Dominaba a la perfección las técnicas del fútbol. Se caracterizaba además por una inmensa rapidez y era capaz de anotar con ambos pies. Sus colegas lo adoraban, sus rivales le temían y todos lo admiraban". A los 88 años, Bican se despedía. Y volvía a nacer: desde entonces, se convirtió en un mito que camina las veredas de Praga y los caminos del fútbol.

 
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26 de marzo de 2013

Horacio Narciso Doval el Loco más lindo ídolo de San Lorenzo, Flamengo y de Fluminense

Horacio Narciso Doval logró ser ídolo de Flamengo y de Fluminense, los dos gigantes de Río de Janeiro. También fue Carasucia y crack en San Lorenzo. Y jugó un año en Huracán. Lo adoraron todos.

En Praia do Rosa, estado de Santa Catarina, sucede lo que en cualquier playa del inmenso Brasil: el fútbol es una presencia cotidiana. También lo era en aquel 2007 en el que la costa de Imbituba se parecía más a un secreto bien guardado que a un destino frecuente.

Allí, un picado entre rosarinos y cariocas sucedía. Los argentinos en cuero; los brasileños en remera, según las reglas establecidas por sorteo. Un rubio de pelo crecido -turista visitante, aspecto de crack no celebrado- gambeteaba como si esa pelota gastada fuera su patrimonio exclusivo.

Así, construyó una jugada propia del Maracaná, a poco más de 1.100 kilómetros del estadio. Dejó el tendal de asombrados por el camino y definió tras mirar desparramado en la arena al más alto del partido, el arquero. Abrió los brazos, rió, festejó. Enseguida surgió un grito repetido de un carioca de Laranjeiras: "Doval, Doval, Doval".

Era una revelación: cuando Doval había sido Doval ninguno de los que participaban del picado había nacido. Pero Horacio Narciso Doval, de algún modo, estaba ahí. El rubio siguió eludiendo rivales y haciendo goles. Por un rato perdió el nombre. Hasta que el sol se fue de Praia do Rosa, el que mejor jugaba se llamó Doval.
  Doval, nacido el 4 de enero de 1944 en Buenos Aires, "fue a Rio de Janeiro lo que Pelé resultó para Brasil y para el mundo", escribe -ahora, vía mail- el periodista Manolo Epelbaum, quien mucho conocía al delantero argentino. Por verlo jugar y por frecuentarlo. Dicen que estaba enamorado del gol y que con goles enamoraba.

En aquel mismo verano de 2007, la revista Placar realizó una edición especial con una encuesta sobre los seleccionados de todos los tiempos de cada uno de los 12 equipos más grandes de Brasil. Doval había conseguido lo aparentemente imposible: ser elegido en Flamengo y en Fluminense, los archirrivales. No era azar: el año pasado, en ocasión de cumplirse un siglo del clásico más convocante -O Clássico das Multidões, de acuerdo con la definición del escritor Mário Rodrigues Filho- Doval fue elegido en el equipo ideal de toda la historia de ese duelo. Compartía el ataque con Romario. Y los periodistas Marcio Mará y Thiago Correia lo definieron como "técnico, corajudo, seductor; de estilo bien carioca". Contaban (y cuentan) también que Doval siempre era (y es) recordado con "saudade", esa palabra tan brasileña que sirve para señalar aquella añoranza que desborda el cuerpo.

En Brasil fue el Loco de Ipanema; en la Argentina le decían el Loco Serenata. Resultó capaz de desahacer antagonismos: lo quisieron en Fla y en Flu; también en San Lorenzo y en Huracán. Su carisma lo hacía encantador. Y, sostienen, su belleza lo hacía irresistible para el público femenino. Las revistas de ricos, lindos y famosos lo mostraron en sus portadas: siempre bronceado, sonrisa de publicidad, bien rodeado. Algunos, con cierta malicia, le hicieron fama de desordenado y de problemático. Los que lo conocieron en profundidad lo señalan como un tipo entrañable. Quizá Doval era más parecido a como él mismo se retrató alguna vez: "Siempre me consideraron el loco, el díscolo, el liero... Loco porque de chico me tenían que llevar de una oreja a la escuela para que no me fuera a jugar a la pelota. Díscolo porque estaba pupilo y me escapaba a la casa de mi hermana. Liero porque cambiaba el trabajo cada tanto: revendía vales de la triple en el hipódromo, sacaba fotos con mi amigo Varela a los pibes del colegio, me las rebuscaba como podía..." Eso era él sobre todas las cosas: un buscador.
 Había comenzado a jugar en San Lorenzo a los 13 años. En sus inicios era arquero y solía salir gambeteando rivales. A los 16 años ya era mediocampista y pronto se ubicaría como delantero. A los 18 debutó en Primera. Un viaje en avión condicionó su recorrido. El vuelo era de la aerolínea Austral y aconteció el 8 de octubre de 1967 entre Mendoza y Buenos Aires. Varios jugadores del plantel de San Lorenzo fueron acusados de manosear a una de las azafatas. Mencionan que el testigo que denunció los detalles fue el ex árbitro Guillermo Nimo. En aquella oportunidad, Doval se hizo cargo de todas las culpas por su condición de soltero para evitarles dificultades a los casados del plantel.

En consecuencia, El Tribunal de Penas de la AFA (tan rígido e implacable entonces como el régimen de Juan Carlos Onganía) lo suspendió por un año. Para levantarle la sanción, un puñado de meses después, un dirigente le propuso hacer un retiro espiritual. No aceptó. La hinchada de San Lorenzo cantaba, entonces: "Por una loca, puta azafata / lo suspendieron al Loco Serenata..."

Fue la autenticidad del potrero dentro de la cancha; y el culto de la bohemia fuera de ella. Doval fue un representante del juego como osadía, un militante inquebrantable del carécter lúdico de este deporte. Fue espejo de un equipo que dejó huellas y leyendas a su paso: Los Carasucias de San Lorenzo, aquel grupo que se ganó un lugar en la historia, a pesar de que nunca salió campeón. Sucede que ellos fueron una suerte de refundadores de un modo de entender el fútbol en un tiempo en el que comenzaba a imponerse la mecánica táctica y la maquinaria atlética venida desde Europa.

También eran tiempos de desenfado. Al respecto, Naum Zalcman, redactor de la revista San Lorenzo en aquellos días de Carasucias, recordó alguna vez a la revista Mística: "Un domingo a la noche, vi que se abría la puerta de un ascensor del Hotel Argentino (donde se concentraba el plantel). Adentro iban Victorio Casa, Veira, y Doval, con dos viejitas de más de ochenta años al borde del desmayo. Después me contaron que el Loco había pegado un grito de horror por lo feas que eran. Casi las mata". Existen mil anécdotas capaces de retratar aquella impronta. En 1964, junto a su socio y amigo Héctor Veira, protagonizó un episodio desopilante: en una gira por Centroamérica con San Lorenzo, un papagayo, animal muy respetado y venerado en Guatemala, no paraba de chillar en el hotel. Sin tener conciencia de lo que representaba el pájaro para los lugareños, tramaron la desaparición del ave multicolor y se generó un escándalo que llegó a las autoridades nacionales. Sostiene la mitología que el papagayo terminó ahogado en la pileta.

 
El periodista y escritor Juan Sasturain lo describió alguna vez en el diario Página/12: "(...) Que Narciso Doval, además de tocarle (o no) el culo a una azafata en episodio emblemático y representativo en todo sentido, haya sido después durante largos años ídolo en el Flamengo de Río habla de una condición excepcional: para un criollo –o para cualquiera– jugar de wing en Brasil es como llegar a ser profesor de Metafísica en una universidad alemana". Sí, El Loco más lindo hizo eso: fue el mejor en el territorio de los mejores. Consiguió lo inédito: resultó campeón y goleador con los dos gigantes del fútbol carioca, Fla y Flu.

E hizo un gol de esos que suceden sólo en la imaginación de un niño dispuesto a soñar instantes mágicos: en 1972, por la final del Estadual, su Flamengo -entonces conducido por Mario Zagallo- definía frente a su rival histórico en un día histórico. Se cumplían 150 años de la Independencia del Brasil y el Maracaná era una fiesta colmada de gente (136.829 personas pagaron entrada aquel 7 de septiembre). Doval, rubio, sonriente, estelar, hizo el gol consagratorio. Se gritó por varios días y más noches. En 1976, volvió a ser superhéroe: con la camiseta tricolor de Fluminense resolvió en el último minuto la final del Carioca frente a Vasco da Gama. El mito ya habitaba los rincones de Río de Janeiro: Doval, como Sansón, jugaba mejor con el pelo largo.
 
Fue maravilloso en la Cidade Maravilhosa. Y también en la Buenos Aires de su nacimiento. Horacio Ferrer, poeta y celebridad del tango, es hincha de Huracán. Y muy bien conoce a los archirrivales del vecindario. También a los protagonistas de ese clásico que es el más porteño de todos. Un clásico de locos, como el estupendo Doval, quien lo vivió con las dos camisetas. El hombre alguna vez lo vio a Doval en un campo de juego.
  Con la melena y con su destino de crack. Casualidad o no tanto, la canción Balada para un loco -obra mágica de Ferrer- parece contarlo de varios modos a Narciso: "Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao... / No ves que va la luna rodando por Callao; / que un corso de astronautas y niños, con un vals, / me baila alrededor... ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá! / Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao... / Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión; / y a vos te vi tan triste... ¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!... / el loco berretín que tengo para vos: / ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! / Cuando anochezca en tu porteña soledad, / por la ribera de tu sábana vendré / con un poema y un trombón / a desvelarte el corazón. / ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! / Como un acróbata demente saltaré, / sobre el abismo de tu escote hasta sentir / que enloquecí tu corazón de libertad... / ¡Ya vas a ver!" Doval era eso también. Y un tango caminando las arenas de Ipanema.
 
La muerte lo encontró pronto, desprevenido y festejando. Una madrugada de octubre de 1991, Doval falleció en la puerta de la discoteca New York City, en Buenos Aires. Tenía 47 años. Los diarios recordaron su historia. En las necrológicas había alegrías contadas. En Río de Janeiro lo lloraron juntos los que ni se miraban a la cara. Sus amigos de siempre no lo podían creer. El Loco invencible ya no estaba para obligarlos a la risa. Doval se había ido. Y no sabía que nunca sería olvidado...
 
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25 de marzo de 2013

La Selección de los expulsados, Burkina Faso fue -a pesar de todo- la gran revelación de la Copa de Africa

Burkina Faso fue la gran revelación de la Copa de Africa. Llegó a la final, incluso a pesar de arbitrajes escandalosos en su contra. Ninguno de los 23 futbolistas que formaron parte del plantel juega en su país, uno de los más pobres del mundo.

Era un síntoma. Las vuvuzelas todavía se escuchaban en el Soccer City de Johannesburgo. La final de la Copa de Africa acababa de suceder. Y esos sonidos chillones resultaban una suerte de homenaje tardío a vencedores y a vencidos. Nigeria había ganado 1-0, con gol de Sunday Mba. Y así se quedaba con la gloria de su tercer título continental. Enfrente estaban los jugadores de Burkina Faso. Tenían la derrota en sus caras. Pero no habían perdido Les Etalons (Los Potros), más allá del sollozo de algunos de sus jugadores. Otras escenas sobre el césped sudafricano así lo contaban. Esos abrazos entre varios mostraban un dolor compartido, pero sobre todo una felicitación mutua por lo que habían obtenido. Se miraron todos. No había nada para reprocharse. Ellos, caras visibles de un país invisible, habían conseguido algo muy grande: con goles instalaron a Burkina Faso en el mapa de las buenas noticias.

Hasta el sonido de esas vuvuzelas que los despidieron con honores tuvieron que luchar como luchan los postergados: contra todo. Antes de ese desenlace, por ejemplo, lidiaron frente a una adversidad incomodísima: un arbitraje penoso del tunecino Slim Jdidi en el encuentro semifinal frente a Ghana, uno de los favoritos. Les anuló un gol, les cobró un absurdo penal en contra (el del 1-0 para el rival), no les dio uno clarísimo a favor y expulsó mal a Jonathan Pitroipa. Devastador: no sólo Los Potros terminaron con diez sino que los ghaneses parecían jugar con doce. Tan malo fue el arbitraje que la Confederación Africana lo suspendió inmediatamente por tiempo indeterminado y habilitó a Pitroipa para jugar el encuentro definitorio.

Pero ante esa situación traumática, los burkineses brindaron una demostración de juego audaz, generosidad pura. Durante los 120 minutos que duró el encuentro merecieron la victoria. Llegaron a convertir al azar en la gran figura del oponente. Un gol de Aristide Bancé -marfileño de nacimiento- permitió la igualdad que condujo luego a los penales. Y entonces, Daouda Diakite voló como en la niñez ardua en Ouagadougou, la capital de su país y, desde su atajada decisiva, la capital de la felicidad por varios días. Después del vuelo, la final esperaba por ellos.
Bancé y Diakite no participan en la Liga de Burkina Faso. Los otros 21 integrantes del plantel actual tampoco juegan en el país al que representan. Es La Selección de los Expulsados. Se trata de una lógica matemática y económica: país muy pobre; competición paupérrima. La necesidad es el impulso para partir. Y, salvo excepciones, no los contratan los grandes equipos ni las Ligas de elite. Entre los elegidos para la actual Copa de Africa dos juegan en Ghana, dos en Egipto, dos en Moldavia; también hay otros desperdigados por Qatar, Japón, Belgica, Emiratos Arabes Unidos, Rumania, Polonia, Turquía, Bulgaria, Francia. En definitiva, van adonde una puerta se abre. Y como el dinero no sobra ni alcanza, a la Selección de los Expulsados la dirige un desterrado: el belga Paul Put -elegido por una cuestión de costos- fue sancionado y suspendido en 2005 por su presunta participación en el arreglo de partidos en su país. Ahora, este hombre que admitió ver y escuchar mucho sobre la corrupción en el fútbol sostiene cinco palabras que bastante se parecen a la escena de la que también es protagonista: "Estamos frente a un milagro".

País de olvidos y olvidados, Burkina Faso -que ahora se muestra ante los ojos del mundo por esta Copa de Africa y de asombros- se llamó Alto Volta incluso durante casi tres décadas después de la independencia de su último colonizador oficial, Francia. En 1987, este territorio que tiene una extensión similar a la de Ecuador y la misma población que Chile (unos 16 millones) adoptó su nuevo nombre que en varios dialectos locales significa "Tierra de Hombres Integros".
 El impulsor de esa modificación y de muchas otras fue un joven llamado Thomas Sankara y conocido como El Che de Africa. A Sankara, primer presidente de ese país que quería volver a nacer, lo retrató Eduardo Galeano: "(El) Encabezó el cambio. La energía comunitaria se puso al servicio de la multiplicación de los alimentos, la alfabetización, el renacimiento de los bosques nativos y la defensa del agua, escasa y sagrada. (...) En 1987, la llamada 'comunidad internacional' decidió deshacerse de este nuevo Lumumba. Se encomendó la tarea a su mejor amigo, Blaise Campaoré. El crimen le otogó el poder perpetuo". Desde aquel asesinato, Campaoré gobierna en este país cuyo Indice de Desarrollo Humano (IDH) es uno de los más bajos del mundo: ocupa el puesto 181 entre 187 países contemplados por el Programa de las Naciones Unidas (PNUD). Sin embargo, su voz callada se sigue escuchando entre tantos seguidores repartidos por Africa. Ahí está el eco de su queja: "El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional nos niegan fondos para buscar agua a cien metros, pero nos ofrecen excavar pozos de tres mil metros para buscar petróleo. Queremos crear un mundo nuevo. Nos negamos a elegir entre el infierno y el purgatorio".

El fútbol suele convertirse en ese único grito que se escucha, a pesar de todo. Hace más de una década, Burkina Faso ya había exhibido su carta de presentación en el deporte. En 1999, un grupo de chicos de menos de 17 años llevó al seleccionado verde y rojo a una competición FIFA por primera vez. Dos años después, en el Mundial Sub 17 de Trinidad y Tobago llegó el gran golpe. Y Argentina lo vivió ante sus ojos. Y lo padeció. Aquel equipo que dirigía Hugo Tocalli y que contaba con Carlos Tevez y Pablo Zabaleta -entre otras figuras de Selección- no pudo con esos muchachitos que sorprendían más por el nombre de su país que por sus antecedentes. En la fase de grupos, un gol de penal de Maxi López, en el segundo minuto de descuento, impidió la derrota argentina. Se volvieron a enfrentar, por el tercer puesto: en el estadio Hasely Crawford, de Puerto España, Burkina Faso ganó 2-0 y se subió al podio. Hasta la presente participación en la Copa de Africa aquella había sido la victoria más importante de esta Federación fundada en 1960 y afiliada a la FIFA en 1964.

  
Había un rasgo que asombraba de aquel equipo. Esos chicos, procedentes de un país casi tan pobre como el de hoy, tenían una sonrisa enorme a cada paso. Wilfred Sanou y Madi Panandetiguiri eran figuras en aquel tiempo y son también protagonistas de esta campaña imborrable. Europa ya se los había llevado: uno jugaba en el Wattens de Austria; el otro, en el Bordeaux de Francia. Las empleadas del hotel Chaguaramas, donde se hospedaban ellos y los argentinos, estaban sorprendidas por tanta cordialidad.

Y por algunos otros detalles: la mayoría de los integrantes del plantel no utilizaba vasos, ellos bebían directamente de la botellita de agua mineral; y pedían todo el tiempo bananas, esas que tan bien saben bajo el cielo caribeño de Trinidad. Costumbres, claro. También querían llevarse recuerdos de todo y de todos. Se sacaban fotos para eso. Una palmera, el lobby, un rival, un periodista, un cocinero, un entrenador, un estadio. Lo que veían se transformaba en retrato. Ellos, entonces bandera de su tierra, representaban una paradoja: en un país con un 80 por ciento de analfabetos resultaban un ejemplo de perfecta educación. Amenos, disciplinados, siempre prolijos, nunca una queja. La última sorpresa llegó con la despedida: la indumentaria no les sobraba; sin embargo prometieron sus camisetas a los amigos nuevos de aquella aventura. Y Sanou y Panandetiguiri cumplieron, como buenos exponentes de los "hombres íntegros".

Burkina Faso no cambiará por esta celebración sin final grato en Sudáfrica, por supuesto. Durará un rato más o menos largo la alegría, el desahogo, el grito compartido. Ahora hay fiesta en las calles sin pavimento, en las casas sin arquitectos, en los rincones sin nada. Y luego, cuando vuelva el anonimato, será el tiempo de recordar este momento.

Para los expulsados por la necesidad, para los obligados a quedarse, por los que ya no están, por los que quisieron y no los dejaron. En cualquier caso, seguro, esa memoria de estos días felices de fútbol durará lo mismo que la voz callada de Sankara: para siempre.


 
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24 de marzo de 2013

Sívori, el perfecto Carasucia, ídolo en River, Juventus y Nápoli.


Fue ídolo en River, Juventus y Nápoli. Representó a los seleccionados de Argentina y de Italia. En 1961, ganó el Balón de Oro. Pero sobre todo resultó un óptimo representante del carácter lúdico del fútbol.

Está en boca de todos. Es una presencia frecuente en cada diálogo entre hinchas de River. Casi sin darse cuenta él está ahí. "Vamos a la Sívori", dicen camino al Monumental dos hinchas, que pueden ser otros dos cualquiera o miles de otros que por allí andan, cumpliendo con ese rito de ir a ver a River, militando en ese empecinamiento creciente por llenar estadios. También sucede una curiosidad: la mayoría de los que lo mencionan no lo vio jugar. Por una razón sencilla: no habían llegado.

Enrique Omar Sívori nació en 1935 y jugó en River entre 1954 y 1957. Fue crack desde joven. Con su habilidad de potrero aportó delicias al River tricampeón 1955/56/57. Su talento era evidente. Y no hubo casualidad: luego del Sudamericano de Lima, fue transferido a la Juventus en una cifra récord para el fútbol del mundo, que tardó cuatro temporadas en ser superada (con el traspaso de Luis Suárez del Barcelona al Inter). Con los diez millones de pesos que pagó el club italiano, River consiguió terminar su estadio, con la construcción de la tribuna Norte, la del Río de la Plata. También por eso, ir en este tiempo a la Sívori tiene el valor agregado de un homenaje.

Deslumbró desde su llegada a las inferiores de River. Pronto ya estaba debutando en Primera. Su estreno también fue un hito: ingresó en reemplazo de uno de los máximos referentes de la historia del club, Angel Labruna. Fue ante Lanús y Chiquín -el apodo que traía desde los días de la niñez- convirtió el quinto tanto de una goleada para el aplauso. No se habló mucho de él en aquel abril de 1954. Era lógico: el inmenso Walter Gómez había hecho cuatro goles esa tarde. Lo que continuó en su recorrido por Núñez fue puro deleite, incluso más allá de las estadísticas:  63 partidos, 28 goles y tres títulos. Era la gambeta al servicio de la estética y del equipo, era el desenfado por vocación, era la audacia como recurso frecuente.

"De chiquitito ya era una atracción. Todos venían a ver cómo tocaba la pelota. Un verdadero fenómeno", contó en alguna oportunidad Angel Massimo, el entusiasmado presidente del Club Teatro Municipal, en el que el crack de San Nicolás ofreció sus primeros encantos. Ya de pibe se enojaba cuando perdía la pelota; le gustaba llevarla atada a su botín. Y lo conseguía con regularidad. Fue una de las grandes estrellas de los años 50 y 60. Con la perspectiva del tiempo, con Diego convertido en San Diego de Nápoles, la revista Guerrin Sportivo lo mencionó a Sívori como "El Maradona de los 60". Alfredo Di Stéfano, otro de los cracks sin tiempo, dijo sobre El Cabezón alguna vez: "Era fantástico; lo tenía todo".

Con la destreza de su pluma lo describió, a modo de tributo, el periodista Héctor Hugo Cardozo, en alguna silla de esta redacción: "Fue allá lejos en el tiempo. Quizás muy lejos, pero qué importa. Ese tiempo en el que las escenas gratas o ingratas se transforman en tesoros inviolables para la memoria. En el que cada recuerdo queda para siempre. Y desde allá a lo lejos Enrique Omar Sívori forma parte de nuestra historia: la que se fue armando episodio por episodios, con todas las venturas y desventuras de la vida misma.
 
En ese andar por los años primeros, cuando la pelota (de trapo o de goma sobre la tierra o el empedrado) era el juguete privilegiado, Sívori fue el modelo a copiar. Un sueño de pibe. El crack cuando abundaban los cracks. El que la pisaba mejor, el que gambeteaba mejor, el que dormía la número 5 amarilla en su empeine zurdo, el que amagaba y los rivales se caían como muñecos de pies redondos. Por eso cada jugada se transformaba en un manual completo del jugador ideal. Por picardía, por ingenio, por destreza, por talento, por los goles. Y se agigantaba la figura del Cabezón en cada fantasía que contaban los diarios y en cada relato de Fioravanti". Esa fascinación generaba el crack que parecía patinar por el campo de juego.

La propia FIFA, que ubicó a Sívori en su listado de los 50 mejores jugadores del Siglo XX, lo definió en su Salón de la Fama como "El mago de las medias bajas". Su magia y su detalle. No había azar en su gusto por el juego. Tenía una máxima que respetaba a rajatabla y con talento. Lo explicó él, cuando todavía jugaba: "La única manera de hacer divertir a tantos miles de espectadores que van a la cancha es divertirse uno mismo. Si uno no se divierte, no puede hacer divertir a los demás". Y eso hacía él. Y también tenía una mirada particular sobre ese detalle que lo hizo icónico: las medias bajas. "Eso lo inventé yo, era algo psicológico. Creía que al ver la pierna desnuda, el adversario me pegaría un poco menos..." De todos modos, bastante le pegaban. Y eso solía generar el menos atractivo de sus rasgos: la irascibilidad. Se enojaba con frecuencia y lo terminaba pagando ocasionalmente con expulsiones. Era el detalle imperfecto que lo hacía más cercano y más querible.
 
Sobre todo, Sívori fue un auténtico Carusucia. Lo cuenta la historia que él protagonizó: hay equipos que exceden sus propias conquistas, que existen más allá de su máximo logro. Los Carasucias del Sudamericano de Lima, en 1957, son un ejemplo paradigmático al respecto: jugaron juntos apenas 6 partidos oficiales, pero nadie los olvidó nunca. En abril de aquel año, Argentina se consagró campeón al golear 3-0 a Brasil, con una actuación para guardar en los museos del buen juego. Desde entonces, aquella delantera de Oreste Corbatta, Humberto Maschio. Antonio Angelillo,  Sívori y Osvaldo Cruz ya forma parte de la profusa mitología del fútbol argentino. Era un fútbol sin misterios y con brillos. Lo contó Humberto Maschio: "Don Stábile no nos pedía nada raro. Era tranquilo para dar indicaciones. Y si tenía algo para decirte, se te acercaba y te hablaba al oído. A mí, por ejemplo, me pedía que me desmarcara siempre. Pero nos daba libertades para jugar". Para Sívori aquel fue el contexto ideal. Y algo más: resultó su trampolín al fútbol de Europa, tras ser elegido el mejor jugador de la competición.
Resultó pura gloria su paso por la Juventus. Ocho temporadas, tres Scudettos, dos Copas de Italia, Capocannoniere en 1960, Balón de Oro en 1961. Se convirtió en un futbolista adorado. Desde entonces y para siempre. Ya nacionalizado, prestó su talento a esa Italia que ya lo había adoptado como propio. Luego, en Nápoles, fue superhéroe antes que Maradona. Llevó al equipo del Sur a pelear por el Scudetto por primera vez en su historia de postergaciones. Durante tres temporadas consecutivas, los celestes estuvieron entre los cuatro primeros.

Y Sívori se ganó la ovación perpetua. Había afinidad entre ese Nápoli proletario y ese futbolista hacedor de milagros con los pies. El significado de su contratación y luego de su traspaso al Nápoli, lo retrató cuatro décadas después el periodista Enric González, en su columna "Historias del calcio", del diario El País: "En Turín nadie sabía gran cosa de aquel tipo renegrido y cabezón que habían fichado los Agnelli. El Juventus de 1957 acababa de cerrar una temporada muy mediocre, con un noveno puesto, y el público exigía a la Fiat que reforzara el equipo. La sociedad automovilística de los Agnelli trajo a una estrella, John Charles, el gigantesco ariete galés llegado desde el Leeds United.

Y a ese otro, argentino, a cuya presentación acudieron unos pocos. Esos pocos hicieron bien. El Cabezón salió al césped arrastrando los pies y con las medias caídas, vio las gradas semivacías, escuchó cuatro aplausos mal contados y decidió presentarse: se colocó el balón sobre el pie izquierdo y dio tres vueltas enteras al campo, corriendo y saludando, sin que el cuero tocara el suelo. Los diarios de Nápoles relataron la hazaña al día siguiente. Y desde ese día los napolitanos soñaron con tener para sí a ese genio irreverente y burlón que, como Garrincha, se paraba a esperar al contrario para hacerle otro túnel o para reírsele en la cara". Estaba escrito en algún rincón de la historia: Sívori fue un augurio de San Diego de Nápoles.

En 2005, cuando Sívori falleció, Turín y Nápoles lo lloraron y lo recordaron. "Con Omar Sívori desaparece un artista del fútbol, un gran intérprete que transmitió su pasión a miles de tifosi. Permanecerá en las memorias la imagen de un futbolista atípico, con las medias siempre bajas, su gusto por la gambeta, su búsqueda del espectáculo anteponiéndolo incluso al resultado", expresó Franco Carraro, entonces presidente de la Federación Italiana. Gianni Rivera, contemporáneo de Sívori y rival con la camiseta del Milan, señaló: "Incluso para un adversario, era un placer verlo jugar... Pensaba antes que todos y así resultaba casi imposible quitarle el balón. Fue uno de los grandes". Giampiero Bonipeti, compañero en sus tiempos de la Vecchia Signora, contó: "Era un encanto: el toque del balón, el dribbling y el túnel extraordinario y maldito que hacía enloquecer a sus adversarios. Sívori tenía una clase excepcional. Jugar con él era una maravilla". La Gazzetta dello Sport lo saludó con dos palabras: "Addio, genio". En breve, la tribuna Almirante Brown del estadio Monumental comenzaría a llevar su nombre.

 
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